jueves, 26 de febrero de 2009
La Santa comunión.
La adoración amante de la Santísima Trinidad. Nuestra santificación y cooperación
La vida interior supone la vida sobrenatural. No es otra cosa que la cooperación de nuestra voluntad con la gracia, con los movimientos íntimos mediante los cuales el Espíritu Santo, nuestro Huésped, nos atrae y nos guía. Debemos, por tanto, mencionar a la Santa comunión entre los principales medios de que disponemos para conservar, defender y acrecentar esta preciosa vida interior. Porque es por la Santa Comunión, sobre todo, que la vida sobrenatural se conserva, lucha y crece en nosotros.
Los dos fines de Jesús
La santa comunión continúa y consuma en nuestro corazón el sacrificio del altar. Es decir que la misa llama normalmente a la comunión, y que comulgando debemos hacer nuestras las intenciones que animan a Jesús al momento del sacrificio y al momento de su venida en nosotros. Acercándonos a la sagrada mesa, tratemos de entrar en los designios del Salvador. Cristo se propone dos cosas en el acto sagrado de nuestra comunión. La primera y principal, es ofrecer en y con nosotros su adoración amantísima a la Trinidad santa, que habita en nuestra alma. La segunda es santificarnos.
La adoración amante de las tres personas
Lo que Jesús quiere, primero, es guiar a cada uno de nosotros en su acto supremo de religión hacia las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Se entrega a mí para que me apropie y se sirva de Él para adorar a Dios. No quiere hacerse uno conmigo, una sola hostia, y con esta hostía compuesta de Él y de mí, escucha adorar amorosamente al Altísimo.
De este modo, en la comunión, Jesús termina sobre el atar de mi corazón el sacrificio que ofrecido a la Santísima Trinidad sobre el altar de la misa. Ahí, incluso si estoy distraído, aun si lo estos voluntariamente, con la condición de que mi alma esté en estado de gracia y que mi intención sea recta, ofrecerá a Dios, tanto en mi nombre como en el suyo, sus homenajes infinitos de adoración y amor. ¡Y Yo puedo aprovechar cuidadosamente este instante úncio para adorar y amar a Dios como se Él merece!
¡Oh Jesús desde que estás en mi pecho, tómame y úneme a ti! Luego, ofréceme contigo y úneme a mí. Luego ofréceme contigo, en una sola oblación, a las tres Personas divinas. Vivir o morir; actuar o sufrir; tener éxito o ser humillado, todo lo acepto. ¡Que estas tres personas se glorifiquen conmigo como gusten! Para ellas todo lo que soy y todo lo que tengo y todo de lo que soy capaz. Para ellas mi cuerpo, mi inteligencia, i corazón y mi voluntad, pero siempre en unión contigo, para que mi ofrenda sea glorificada.. Lo que quiero es que, gracias a tu presencia, el Dios de bondad sea dignamente honrado por mí.
Nuestra santificación
En la santa Comunión, como en la misa, lo que Jesús, por una admirable condescendencia, se propone, en segundo lugar, es nuestra santificación. Desde que está presente en nosotros, nos libera de esos pecados veniales cotidianos, que no sólo nos impiden glorificar a Dios como deberíamos, sino que además ser santos como el lo desea. ¿Cómo alcanza ese resultado? Comienza ofreciendo a la santísima Trinidad sus mérito y su oración para obtener en nuestro favor un aumento de la gracia santificante. Y en esta abundancia de gracia, más bien, en este brasero, ¡con qué rapidez se consumen los pecados veniales de cada día! Luego por la virtud de su hostia, atenúa nuestro nefasto amor propio. Pero por sobre todas la cosas, crece nuestra vida divina, a la vez que crece nuestra gracias santificante. Crecen también nuestros derechos a numerosas gracias actuales, que son aumentados. Nuestras virtudes infusas, nuestras virtudes naturales se enraízan, Y finalmente, crece también, nuestra semejanza con Dios y nuestro mérito para el cielo perfecciona. Obtenida la gracia santificante, esta fuente de vida, se extiende en mí cada vez más. Oh Jesús, desde que está en mi alma, aumentas mi tesoro de gracia para hacerme más santo; dame las garcias necesarias para que me perfeccione cada vez más.
He aquí, bajo tus ojos mi egoísmo de pecador, mis hábitos detestables, mis tendencias funestas: por la virtud de tu hostia sírvete disminuir su violencia. El fondo de mi naturaleza es siempre orgulloso y sensual: por la fuerza de tu sacrificio, que se consume en mí, corrige esas miserias. Aumenta mis virtudes infusas, que derramas en mí, para que todos mis actos sean grandemente sobrenaturales y meritorio.
Fortifica mis virtudes adquiridas, las del hábito creado en mí, ¡tan débiles desgraciadamente!, para que cumpla habitualmente tu santa voluntad. Desarrolla en mí, cada vez más los dones del Espíritu Santo, para que sea plenamente dócil a las divinas inspiraciones. Finalmente, aumenta mi gracia santificante, que me hará más santo, dígnate aumentar el poder de mi caridad activa, que me conducirá más fuertemente hacia el bien. Sé que con una sorprendente ternura te propones conservar, aumentar, derramar, reparar y activar deliciosamente mi vida divina, extensión de la tuya. Sé también que de todo corazón quieres realizar en mí el segundo fin que me haces en la santa comunión. ¡Te agradezco por todo esto, y deseo que puedas encontrar en mí la docilidad que requieres para realizar maravillas de santidad!
Nuestra cooperación
Tiene que ser diaria y para toda la vida. No es sólo en la hora en que comulgo que debo corresponder a las generosidades de Jesús: siempre y en todo lugar. ¿Cómo podría adorar y amar a Dios con Jesús, sin santificarme primero? ¿Y cómo podría santificarme sin cooperar? ¿En qué consiste esta cooperación que me incumbe? Consiste en inmolar mi egoísmo y mis malas concupiscencias. El Jesús que recibo acaba de ser inmolado: ¿cómo me uniría a Él si no mortificara, al menos mi amor propio? Como dijo Pío XI: “cuanto más nos unamos al sacrificio del señor… inmolando nuestras concupiscencias y crucificando nuestra carne… tanto mayor será perfecta la unión de Cristo con sus miembros”.
Sí, la comunión, aún la de los simples fieles debe ser inmolante y debe asociarnos a las intenciones de Jesús, a la vez sacerdote y víctima. Prometámosle ser hostia como Él. Prometámosle rechazar la satisfacción funesta del pecado. Tomemos algunas y firmes resoluciones. Luego, abandonándonos totalmente a la virtud infinita de la Eucaristía, prometiendo inmolar los que es malo en nosotros. Finalmente, esta adaptación a la virtud infinita de la Eucaristía, hagámosla con determinación, porque es para vivir más abundantemente la vida divina; consintamos a morir a nuestros deseos perversos y a nuestras tendencias miserables.
La Misa, sacrificio de Cristo y de la Iglesia - La Encíclica “Mediator Dei”. Remedio a los errores que causan el ausentismo eucarístico.
Frente a la ignorancia concerniente a la misa como sacrificio de Cristo y de la Iglesia, que se encuentra de lleno en el origen de la tan frecuente abstención eucarística y dominical, Pío XII nos presenta, en su encíclica “Mediator Dei” (MD) el instrumento de una iniciación en profundidad al sentido de la misa, vista como centro de la vida cristiana. La concepción sacrificial de la misa es retomada por el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC). Veremos aquí el porqué y el sentido de la presentación de la misa como sacrificio de Cristo, primeramente, luego como sacrificio de la Iglesia, con la ayuda de MD, que pueda facilitar una urgente rectificación pastoral. Al concluir, sacaremos algunas conclusiones concretas.
1) La iniciación a la misa como sacrificio de Cristo
La necesidad fundamental y permanente de la persona humana es regresar a Dios, su principio y su fin último, en el amor. La misa le ofrece el medio. Pío XII nos lo recuerda a la luz de la majestuosa definición del Concilio de Trento. “Cristo, Nuestro Señor, sacerdote eterno, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, durante la última Cena, la noche en que fue traicionado, quiso, como lo exige la naturaleza humana, dejar a la Iglesia su esposa bien amada un sacrificio visible para representar el sacrificio que debía cumplirse sólo una vez sobre la Cruz con el fin de que su recuerdo permaneciese hasta el fin de los siglos, y que la virtud fuese aplicada a la remisión de nuestros pecados de cada día, ofreció a Dios su Padre su cuerpo y su sangre bajo las apariencias de pan y de vino, símbolos bajo los cuales los dio a los discípulos, constituyéndolos sacerdotes del Nuevo Testamento, y ordenándoles a ellos y a sus sucesores que los ofrecieran”.
Para Trento y Pío XII se trata del punto culminante y del centro de la religión cristiana. Este centro no está constituido por una oración vaga (que bien habría podido tener lugar en un bosque o sobre un campo deportivo) sino por un sacrificio visible que significa la invisible ofrenda de sí por la cual Cristo, en nombre de la humanidad, en nombre de cada hombre, ser espiritual y corporal, alma y cuerpo, llega a su Padre. El sacerdote visible es un sacrificador no sangriento.
Pío XII prosigue señalando que las apariencias eucarísticas, el pan y el vino, bajo las cuales se encuentran el cuerpo y la sangre de Cristo, simbolizan, no solamente el trabajo humano, sino además la separación violenta, en la muerte, del cuerpo y la sangre de Jesús.
Así el recuerdo de la muerte real de Cristo sobre el Calvario es renovado en todo el sacrificio del altar, porque la separación de los símbolos indica claramente a Jesucristo en estado de víctima.
Pío XII subraya además que la comprensión de la misa supone la explicación de muchas nociones ricas y complejas: Personas divinas, naturaleza humana, sacrificio, muerte, alma, cuerpo. Todas estas nociones deben ser, al menos obscuramente, comprendidas para que sea percibido lo que es la misa en su esencia, tal como la Iglesia la comprende. La ausencia de muchos en la Misa del domingo parece excusable en la medida en que ignoran la Cruz como sacrificio, así como el misterio pascual: es el Resucitado que opera a través del sacerdote el misterio de la Transubstanciación, es decir que cambia toda la substancia del pan (y la del vino) en el cuerpo y la sangre de Cristo. Pero Pío XII no se limita a decir lo que es la misa, toda misa: responde a la pregunta ¿Por qué la misa? ¿Cómo? Recordando la doctrina de los cuatro fines del sacrificio eucarístico (II, 1 col. 216):
Cristo Sacerdote quiere adorar, glorificar, alabar en un homenaje que no cesa jamás. Se puede recordar en esta ocasión la magnífica fórmula del cardenal de Bérulle: Cristo es el Adorador infinito, el único Adorador, el Perfecto Adorador, el divino Adorador.
El segundo fin perseguido por Cristo Sacerdote es la acción de gracias que sólo el Hijo puede ofrecer dignamente: el Sacrificio de la Cruz, “prolongado” por la Eucaristía, es la súplica del Hijo al Padre en nombre de toda la humanidad. Luego viene la finalidad de expiación, propiciación, reconciliación de todo el género humano con el Padre, ofendido por sus faltas. El Hijo nos arranca así de la dominación del demonio, príncipe de este mundo. Nadie más que Cristo, recuerda Pío XII, podía ofrecer a Dios satisfacción por todas las faltas del género humano.
Por último, Cristo persigue un fin de impetración: quiere pedir por nosotros, “reducidos a la pobreza y a una mancha - hijos pródigos que hemos empleado mal los bienes recibidos del Padre -, para que por su mediación eficaz seamos colmados de toda bendición y de toda gracia”.
Estos cuatro fines del sacrificio no suponen solamente los diferentes sacrificios de la Primera Alianza, sino además las promesas de Jesús durante su vida pública en lo concerniente a la oración al Padre en su nombre (Juan 14 a 16), su exaltación de la alabanza del Padre (Mt 11), las peticiones condicionales de su Agonía y su insistencia frente a los leprosos curados bajo la acción de la gracia (Lc 17). Y ellas se sitúan todas sobre el fondo de una humanidad carente de la Cruz: ingrata, no adoradora, no expiadora, ignorante de su necesidad perpetua de auxilio divino: intentaremos, en la medida de lo posible, preservar a los jóvenes del peligro de la ingratitud y de la injusticia para con Dios atrayendo sus atenciones sobre las finalidades perseguidas por Cristo Salvador en cada Misa, las cuatro finalidades del sacrificio. El Cristo de la Misa nos dice en substancia: adora, agradece, suplica, pide perdón.
La Misa nos recuerda que no hay salvación fuera de la Cruz: “Cada hombre, en particular, agrega Pío XII, debe entrar en contacto vital con el sacrificio de la Cruz, Cristo ha querido morir como cabeza del género humano”, es decir en nombre nuestro y por nosotros, por esa razón sobre el Calvario Cristo estableció una piscina de expiación y de salvación, que llenó con su sangre derramada, pero si los hombres no se zambullen en ella y lavan sus pecados, no pueden obtener ni purificación ni salvación”. Por el contrario, haciendo suyos los cuatro fines de Cristo, unen el sacrificio de la Iglesia al de Cristo (Col. 217).
2) La iniciación a la Misa como sacrificio de la Iglesia
Pío XII subraya que la Misa es un sacrificio no solamente interior, sino además exterior, correspondiente a la naturaleza del hombre, ser no solamente espiritual sino además corporal. Es un sacrificio existencial y ritual que supone, como la salvación misma, la cooperación libre y voluntaria de la persona humana. Esta cooperación manifestada en y por la participación física en la Misa, constituye el deber principal y el honor supremo para el cristiano (CEC, art. 1368-1372). La participación interior y exterior en la misa, he ahí el deber de estado en tanto que tal; sus otros deberes no constituyen su deber de estado cristiano sino de hombre.
Esta cooperación en Cristo y con Él supone que ofreciendo a Cristo el cristiano se ofrece al Padre por Él y con Él, participando de los sentimientos de Cristo crucificado, de su humilde dulzura, de su caridad (Ph. 2): sacrificio de Cristo al que debe asociarse mediante la oblación de su propia vida y de su muerte futura; la omisión de esta oblación íntima como víctima, por el desapego de toda criatura y el apego prioritario a la voluntad divina, el desconocimiento de este deber y de este acto de íntima oblación sacrificial, en una palabra la no oblación de sí de un miembro de la Iglesia y de toda la Iglesia con Cristo constituyen, a mis ojos, una razón fundamental del ausentismo eucarístico y de la deserción frente a la obligación dominical.
La Misa, como sacrificio de la Iglesia, esta insistencia fundamental de toda la tradición católica, indican que se debe presentar a los fieles la concepción que Pío XII heredó de Benedicto XIV: comulgar no es sólo comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo, sino convertirse así en una sola víctima con el Dios hecho hombre para la Iglesia y para el mundo (cf. MD, II, 1-3).
De ahí la grandiosa visión por la cual Pío XII (siguiendo a San Roberto Bellarmino y a San Agustín) ve, en el sacrificio del altar, el sacrificio general por el cual todo el Cuerpo Místico de Cristo se ofrece a Dios a través de Cristo; de donde resulta que debemos “inmolarnos todos al Padre eterno con nuestra Cabeza que ha sufrido por nosotros” (II, 2,2 col. 224 de la Doc. Cat.)
Dicho de otra manera, siguiendo la expresión del P. Yves de Montcheuil, cada Misa es el signo visible del invisible sacrificio de Cristo y de su Iglesia. E inclusive de toda la humanidad en tanto que ella consiente a su salvación. Es inseparablemente el sacrificio general y el sacrificio individual de Cristo y de cada cristiano en Él.
En este contexto, sea la primera comunión, sea la profesión de fe, sea la confirmación, podría ser una excelente ocasión de incitar a cada cristiano a ofrecer un honorario de Misa, a ofrecer así el pan y el vino que se convertirán en la divina Víctima y de esta manera hacer tomar o retomar , por todos y cada uno, la maravillosa costumbre de hacer celebrar misas en sufragio de sus intenciones y más especialmente para obtener la gracia de la perseverancia final en la participación dominical en la Misa
Para resumir, se trata de restaurar en todos los bautizados la conciencia de participar en el sacerdocio de Cristo, conciencia que alcanza su ejercicio supremo en la ofrenda de la Misa.
Lejos de hacer desaparecer este aspecto interior y fundamental, el aspecto ritual, exterior y cotidiano de la misa debe ayudar a ponerla en relieve: Pío XII nos recuerda que el “rito exterior del sacrificio debe por su naturaleza manifestar el culto interior; agrega: “El sacrificio de la Ley Nueva significa el homenaje supremo por el cual el principal oferente, Cristo, y , con Él y por Él, todos sus miembros místicos rinden a Dios el honor y el respeto que le son debidos”
De ahí la insistencia de Pío XII (II, 3, sub fine) sobre la acción de gracias privada que debe completar en alguna manera la acción de gracias pública que es el Sacrificio eucarístico. Pío XII consagra a este fin dos páginas enteras. Se trata de “zambullirnos en el santísimo amor de Cristo y de tomar parte en los actos por los cuales Él mismo adora a la augusta Trinidad (...) rinde al Padre Eterno acciones de gracias y de alabanzas por las cuales, principalmente, nos ofrecemos y nos inmolamos como víctimas”. En suma, esta acción de gracias privada, siguiendo a Pío XII, debe ocasionar una apropiación privada de los cuatro fines por los cuales Jesucristo mismo ofrece su sacrificio sobre la Cruz, renovándolo en cada Misa. Presente en nosotros por la Comunión, Cristo no está inactivo, sino que adora, agradece, suplica y se ofrece como víctima. El rechazo o la reducción excesiva de la acción de gracias privada parece manifestar un desconocimiento de Cristo Adorador y Reparador, Sacerdote y Víctima. La formación en la acción de gracias privada es un elemento esencial de la educación eucarística y podrá, en muchísimos casos, condicionar la presencia dominical. Ella puede ser hecha en unión con María, como lo indica San Luis María Grignon de Montfort, en su tratado sobre la “verdadera devoción” a María.
Conclusión
1) Poco antes de darnos esta notable carta sobre la mediación sacrificial de Cristo, el Papa Pío XII había resumido magníficamente los frutos personales y sociales de la misa en su alocución del 20 de febrero de 1946:
“El presente para muchos no es más que la huida desordenada de un torrente, que precipita a los hombres como detritus en la noche oscura de un porvenir donde se van a perder con la corriente que los lleva.
Sólo la Iglesia puede reconducir al hombre desde esas tinieblas hacia la luz; sólo ella puede darle la conciencia de un pasado vigoroso, el dominio del presente, la seguridad frente al futuro ...
¿No vemos todos los días sobre nuestros innumerables altares a Cristo, Víctima divina, cuyos brazos se extienden de un extremo del mundo al otro, envolver y abrazar simultáneamente en su pasado, en su presente y en su futuro a la sociedad humana entera?
En la Santa Misa, los hombres adquieren una mayor conciencia de su pasado de faltas, y al mismo tiempo, de los inmensos beneficios recibidos en el memorial del Gólgota, del más grande acontecimiento de la historia de la humanidad; reciben la fuerza querida para liberarse de la más profunda miseria del presente, la miseria de los pecados cotidianos, al punto que inclusive los más abandonados sienten el soplo de amor personal de Dios misericordioso; y sus miradas se dirigen hacia un futuro seguro, hacia la consumación del tiempo en la victoria del Señor, que está ahí sobre el altar, de ese Juez Supremo que pronunciará un día la última y definitiva sentencia...
En la Santa Misa, la Iglesia brinda, por consecuencia, su más grande contribución a la edificación de la sociedad humana””
2) Estamos alentados a organizar, por ejemplo en las capellanías, grupos de lectura de Mediator Dei.
3) Esta encíclica de Pío XII podría ser (junto con el libro del Cardenal Lustiger sobre la Misa) un bello obsequio a ofrecer a los adolescentes o con ocasión de la profesión de fe. Una edición anotada para jóvenes (con división paragráfica) la haría además más útil. Todos los que hacen con gusto estudios secundarios comprenderían fácilmente el sentido general del documento de Pío XII.
4) La ofrenda cotidiana del Apostolado de la Oración pone a la Misa en el centro de la vida cotidiana.
El Corazón de Jesús en la Eucaristía.
Oh Jesús amantísimo mira hasta donde te ha llevado el exceso de tu amor: para darte todo a mí, me has preparado un banquete divino donde me sirves tu carne y tu sangre preciosa. ¿Quién te impulsó a esos transportes de amor? Nadie, con seguridad, sino tu corazón lleno de ternura. O adorable corazón de Jesús, horno ardiente del amor divino, recibe mi alma en tu llaga sagrada, para qe en esta escuela de caridad, aprensa a amar en reciprocidad a un Dios que ha dado pruebas tan sorprendentes de su amor. Amén. (100 días de indulgencia, una vez al día. Pío VII, 1818).
Consideraciones teológicas y pastorales sobre la historia de la comunión frecuente
El Padre de Margerie, miembro de la Compañía de Jesús, nació en París en 1923 y pertenece a una familia de diplomáticos y de escritores. Después de su ordenación sacerdotal, en 1956, pasó ocho años en el Brasil y enseñó Teología en varios países, entre ellos los Estados Unidos. Es autor de numerosos libros, especialmente sobre el Corazón de Jesús (Mame, éditions Saint-Paul), sobre la exégesis de los Padres (4 volúmenes, Cerf), sobre los divorciados vueltos a casar frente a la Eucaristía (Téqui), sobre la Eucaristía (Harán esto en memoria mía, Beauchesne) y sobre la actitud de los grandes escritores franceses frente al sacramento de penitencia (Del confesionario en literatura, FAC, Saint-Paul)
Me propongo presentar aquí algunas breves consideraciones sobre un punto capital para la vida cristiana de cada bautizado: ¿qué nos enseña el Dios revelador, a través de las escrituras, de los Padres, y del Magisterio de la Iglesia, sobre la frecuencia de la comunión eucarística y sobre los frutos temporales y eternos? ¿Qué conclusiones pastorales saca la Iglesia y cuáles podría sacar en el futuro?
I. Breve visión histórica sobre la enseñanza de la Iglesia en el pasado
No tratamos de considerar simplemente la historia de una práctica y de sus diversas maneras de comprenderla, sino además - y sobre todo - de preguntarnos lo que Cristo revelador quiere decirnos sobre la naturaleza, el sentido, las finalidades de la frecuencia de la comunión eucarística.
1. La escritura : El decreto Sacra tridentina synodus, publicado en 1905 por la Congregación del Concilio con la aprobación de San Pío X, resumió admirablemente la enseñanza revelada en una presentación sintética que conviene citar. Evocando el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, el texto nos dice: “Mediante esta comparación (Jn 6, 59) con el pan y el maná, los discípulos podían comprender fácilmente que, siendo el pan el alimento cotidiano del cuerpo y que habiendo sido el maná el alimento cotidiano de los Hebreos en el desierto, de la misma manera, el alma cristiana podría nutrirse cada día del pan celestial. Además, cuando Jesucristo nos manda pedir en la oración dominical nuestro pan de cada día, hay que entender esto, como casi todos los Padres de la Iglesia lo enseñan, no tanto el pan material, alimento del cuerpo, cuanto el pan eucarístico que debe ser consumido cada día.” (Actas de Pío X, Bonne Presse, T.2 p. 253).
A la luz del evangelio joánico, este texto recapitula de manera muy densa, primero, la enseñanza del Dios de la primera Alianza a través de la figura del maná cotidiano de los Hebreos en el desierto, luego la del Dios de la Nueva Alianza, de Cristo, en los Evangelios sinópticos, inculcando el pedido del pan de cada día cuyo sentido eucarístico es propuesto por la unanimidad moral de los Padres de la Iglesia. El texto afirma, de manera impresionante, cómo las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, y luego los Padres, convergen para indicar la voluntad divina: que el pan eucarístico sea comido cada día por los miembros de la Iglesia de Cristo.
El discurso del Pan de Vida, al presentarnos el maná cotidiano como una prefiguración - por lo demás negativa - del pan vivo bajado del cielo, nos hace comprender que este pan vivo debe ser comido tanto tiempo como dure el exilio terrestre, o sea cada día hasta la entrada en la Tierra Prometida . El texto de la Santa Sede agregaba el testimonio del libro de los Hechos (2, 42-46) según el cual los nuevos bautizados se “mostraban fieles a la fracción del pan (...) Día tras día, partían el pan en sus casas”. Varios exegetas reconocen el sentido eucarístico de esta doble mención, esclarecida por el discurso sobre el Pan de Vida. Sin embargo los exegetas se dividen sobre, si es eucarístico o no, el sentido del pan cotidiano pedido en el Pater. Algunos han considerado que el sentido literal concierne al pan material en tanto que el sentido eucarístico constituiría una interpretación.
Sin embargo, los criterios exegéticos reconocidos por el Concilio Vaticano II permiten deducir con certeza el sentido eucarístico; el CEC (§ 112 ss) cita tres: estar atento al contenido y a la unidad de toda la Escritura, en razón de la unidad del designio de Dios, cuyo centro es Cristo; leer la escritura en la tradición viviente de toda la Iglesia, de la que son testigos privilegiados los Padres, y en la fidelidad a la analogía de la fe, es decir a la cohesión de las verdades de la fe, entre ellas y con el contenido total de la revelación, porque Dios no se contradice nunca. Aplicando estos criterios, el CEC (§ 2835 a 2837) expone aquello que llama “el sentido específicamente cristiano” del pedido del pan cotidiano: “Concierne la palabra de Dios para acoger en la fe al cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía”. Luego, el CEC analiza largamente la doble alusión temporal contenida en las dos comparaciones (Mateo, Lucas) del cuarto pedido: “el pan nuestro de cada día, dánosle hoy”, epiousios, recordando el alcance eucarístico de este término epiousios, que no tiene otro uso en el Nuevo Testamento. Citemos: “Tomado en un sentido temporal, epiousios es una recuperación pedagógica de “hoy” (Ex 16, 19-21), para confirmarnos en una confianza sin reservas. Tomado en un sentido temporal, epiousios significa todo lo que es necesario para la vida, todo bien suficiente para la vida. Tomado en sentido literal, el término epiousios (“superesencial”) designa directamente el cuerpo de Cristo, remedio de inmortalidad sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (Jn 6, 53-56); finalmente, ligado al sentido precedente, el sentido celestial es evidente: este día es el del señor, el del festín del reino, anticipado en la Eucaristía que es ya la prenda del reino que viene. Por esto conviene que la liturgia eucarística sea celebrada cada día”. El CEC puede entonces concluir: la Eucaristía es nuestro pan cotidiano. Bock y Carmignac han mostrado el sentido profundo del pedido, en el Pater, del pan cotidiano visto en la prolongación del maná cotidiano, el nuevo maná de la Nueva y Eterna Alianza, ese maná que esperaban los judíos del periodo intertestamentario. Carmignac precisa incluso, en sus Recherches sur le Notre Père (Paris 1969, p. 198): “La literatura talmúdica y midráshica, cuya redacción es ciertamente bastante posterior al tiempo de Cristo, contiene también diversas tradiciones antiguas que muestran que el maná continuaba siendo considerado como el alimento especial de los tiempos mesiánicos”. Desde este punto de vista, convendría estudiar las perspectivas eucarísticas de los Padres de la Iglesia a propósito del maná cotidiano dado al pueblo elegido en peregrinaje hacia la Tierra Santa.
2. Los Padres: Los comentarios de los Padres sobre el alcance cotidiano del pedido del pan eucarístico continúan iluminando a la Iglesia y a nuestra vidas. Citemos aquí a Cipriano, Basilio, Ambrosio y Agustín. Conviene distinguir, a propósito de los Padres, lo que dicen sobre la práctica efectiva de una frecuencia eucarística determinada en sus tiempos y en sus regiones respectivas por una parte, y cómo, por otra parte interpretan las voluntades de Cristo manifestadas en el Nuevo Testamento. Si sus descripciones históricas manifiestan una gran variedad de ritmos eucarísticos su testimonio en favor del recurso cotidiano a la Eucaristía impacta por la profundidad y el número de las motivaciones. En el siglo III, para Cipriano, en su tratado sobre la Oración dominical, hace falta “temer, al abstenerse del cuerpo de Cristo, separarse de la salvación: ‘si ustedes no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán la vida en ustedes’ (Jn 6, 54). Y por consecuencia pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es decir Cristo, para no apartarnos de la santificación y del cuerpo de Cristo, nosotros que permanecemos y vivimos en Él” (§ 18)Retengamos la afirmación: Christum dari petimus. La Eucaristía cotidiana es vista aquí como un medio de perseverar en la gracia de Cristo.
Hacia el año 372 San Basilio, al escribir a una mujer, dijo: “Comulgar todos los días, participar continuamente de la Vida, es vivir en plenitud” (Carta 93, RJ 919). Luego el santo agrega: “Comulgamos cada semana cuatro veces (domingo, miércoles, viernes y sábado)”. Este Padre era consciente de una diferencia entre el ideal y su realización concreta. El Papa Juan Pablo II citó este texto de Basilio de Cesarea en su carta consagrada al santo el 2 de enero de 1980. Poco después, San Ambrosio, obispo de Milán, en su Tratado sobre los sacramentos, se expresa en estos términos: “¿Qué te dice el Apóstol?” Cada vez que le recibimos, anunciamos la muerte del Señor (I Cor 11, 25-26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos el perdón de los pecados. Su sangre es derramada para el perdón de los pecados. Debo recibirlo siempre porque siempre perdona mis pecados. Yo, que peco siempre, debo tener un remedio siempre. ¡Oyes decir que cada vez que se ofrece un sacrificio se representa la muerte del Señor lo mismo que la remisión de los pecados, y no recibes cada día este pan de vida! El que tiene una herida busca un remedio. El remedio es el venerable y celestial Sacramento” (De Sacramentis, IV. 6.26 y V. 4.25-26).
Comprendemos el pensamiento de Ambrosio. El sacrificio de la muerte del Resucitado obtiene la remisión de los pecados. Ahora bien, es este sacrificio el que hacemos nuestro y ofrecemos al recibir la Eucaristía. Sabiendo que tenemos necesidad de obtener cada día la remisión de nuestros pecados cotidianos, ¿cómo no comulgar cada día tal como el Señor nos invita haciéndonos pedir “cada día este pan de vida eterna que reconforta la substancia de nuestra alma”? dice expresivamente San Ambrosio.
Su hijo espiritual, Agustín, persigue el mismo fin. En su sermón 227, 1, dirigiéndose el día De Pascua a los que habían sido bautizados la noche anterior, Agustín les dijo: “Deben saber que han recibido lo que recibirán, lo que deberían recibir cada día: este pan que ven sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo”. El texto es muy fuerte: ”Lo que deberían recibir cada día: quis quotidie accipere debeatis” .
Por cierto, como lo precisará más tarde San Pío X, este deber de recepción cotidiana no corresponde a un precepto divino sino solamente a un ardientísimo deseo de Cristo y de su Iglesia del que ya estaba consciente la comunidad de Hipona a fines del siglo IV y principios del siglo V gracias a la palabra de Agustín.
En San Agustín, como en los Padres en general, el simbolismo eucarístico del pan cotidiano no es el único: es conjuntamente que el cuerpo de Cristo y su Palabra constituyen un pan de Vida comido en la fe; la Palabra hace conocer la Eucaristía e inflama de amor por ella. Ambas son, conjuntamente, el pan del alma, ese pan que reciben los únicos hijos de Dios, mientras que el pan material, alimento del cuerpo mortal, Dios lo da no solamente a los que cantan su alabanza, sino además - nos recuerda Agustín - a los blasfemos (Sermón 56). La misma Iglesia, que recomienda la comunión cotidiana del cuerpo de Cristo, aconseja también la audición o la lectura cotidiana de su Palabra, ofrecida precisamente ofrecida como alimento en la liturgia eucarística.
Se podría multiplicar las citas patrísticas sobre el sentido eucarístico del pan cotidiano. Esto no es necesario. Dirijámonos ahora hacia el Magisterio papal y conciliar porque los Padres, para la inmensa mayoría de los obispos, expresan ya su magisterio ordinario y universal.
3. El magisterio de la Iglesia: Después del período patrístico- y esto es bien conocido - el fervor de la caridad nutrida por la Eucaristía frecuentemente recibida disminuyó, y su práctica devino tan rara que en 1215 el IV Concilio Ecuménico de Letrán debió estatuirla bajo la obligación de una frecuencia mínima: todos los miembros de la Iglesia, para perseverar en la gracia divina, comulgarían al menos una vez por año.
El Concilio de Trento, sin favorecer explícitamente la comunión cotidiana, la proponía implícitamente a todos los católicos expresando el “deseo de que todos los fieles comulguen no solamente espiritualmente sino además sacramentalmente en cada misa donde estuvieren presentes, con el fin de recibir más abundantemente los frutos del santísimo sacrificio de la misa” (DS 1747, texto de 1562).
Este texto toma toda su importancia en el contexto de una declaración anterior del mismo concilio, recapitulando la teología patrística y medieval en lo concerniente a los efectos de la comunión sacramental; en efecto, en 1551, el concilio había recordado (DS 1638) que la comunión eucarística “nos libera de las faltas veniales, nos preserva de los pecados mortales, nos liga mediante lazos muy estrechos de fe, de esperanza y de caridad con el cuerpo de la Iglesia, cuyo jefe es Cristo, y constituye la prenda de nuestra glorificación futura y de nuestra perpetua felicidad”.
Dicho de otra manera, cada comunión sacramental realizada en estado de gracia afecta nuestro pasado de pecado, fortifica nuestro presente de gracia, preserva nuestro futuro terrestre y merece nuestro futuro eterno. Tales son las intenciones con las cuales el cristiano debe comulgar, siguiendo al concilio, para que su comunión, lejos de ser la comida sacrílega de su propia condenación que denunciaba san Pablo en su primera carta a los Corintios (11, 27-32), sea, por el contrario, una comunión inseparablemente sacramental y espiritual (DS 1638, 1646 y 1648).
De estos temas tridentinos, como del conjunto de la teología católica, resalta claramente que el comulgante, a través de cada nueva comunión sacramental y espiritual, recibe un nuevo aumento de gracia santificante, una nueva remisión de sus pecados veniales, nuevas y poderosas defensas para evitar el pecado en el futuro, nuevos méritos y se dispone a recibir durante la vida eterna nuevos y admirables grados de gloria, es decir, de conocimiento y de amor de Dios trino y uno como todos y cada uno de los elegidos.
A pesar de la apertura del concilio de Trento, el rigorismo jansenista continuaba haciendo difícil el acceso a la comunión frecuente y cotidiana, especialmente a los mercaderes y a los esposos. Se discutía sobre las disposiciones necesarias para comulgar, e inclusive los teólogos de buena marca pensaban que la comunión debía ser rara y sometida a numerosas condiciones previas.
De ahí las intervenciones liberadoras de dos Papas, el bienaventurado Inocencio XI, en 1679, y San Pío X, en 1905 y 1910. San Pío X zanjó la controversia : apoyándose sobre los Padres de la Iglesia recordaba “que ningún precepto reclamaba a los comulgantes cotidianos disposiciones más grandes que aquellas pedidas para la comunión semanal” y proclamó un principio hoy día bastante olvidado: “Los frutos de la comunión cotidiana son mucho más abundantes que los de la comunión semanal”.
Para ser más precisos, para poder comulgar cada día basta estar en estado de gracia y tener una recta intención, es decir, aproximarse a la Eucaristía, no por hábito sino para combatir sus faltas, crecer en la caridad y satisfacer la voluntad divina.
Luego, para comulgar fructuosamente no es necesario estar exento de pecado venial deliberado, aunque esto es muy deseable. Por otra parte, a partir de San Pío X, no es posible que los comulgantes cotidianos no se corrijan de su afición a los pecados veniales, sobrentendiéndose que crecen en la gracia cada día. Así, en esa época, los comentadores subrayaron con razón que las personas que no comulgaban más que una vez por semana, cuando tenían la posibilidad de hacerlo a menudo, comulgaban raramente. Este punto parece haber sido olvidado hoy día por un cierto número de eclesiásticos, que tienden a considerar a los comulgantes de cada domingo como comulgantes frecuentes. Sucede que los enemigos de un cierto laxismo eucarístico actual, del que son víctimas aquellos que se confiesan raramente, caen en un neojansenismo al callar la invitación eclesial a la comunión cotidiana: inclusive si algunos abusan de ella, todos tienen el derecho de conocerla
Las declaraciones tridentinas y las de Pío X sobre los efectos de la comunión eucarística, han sido magníficamente retomadas y profundizadas por el Papa Pío XII en su encíclica Mediator Dei et hominum, en 1947. Digo “profundizadas”, porque Pío XII, siguiendo a Benedicto XIV, introdujo una noción, no presente en el concilio de Trento, concerniente a la naturaleza misma de la comunión eucarística: ella es una participación del sacrificio. Dicho de otra manera, comulgar es volverse una sola víctima con Cristo crucificado y resucitado para la salvación del mundo. Comer y beber a la divina víctima, no es solamente consumir una comida divina, sino además insertarse en la oblación sacrificial que esta víctima hace de ella misma para la felicidad eterna de cada persona humana; es, pues, disponerse en ella y con ella a entregar su cuerpo y a derramar su sangre para merecer a otro la gracia de apropiarse el mismo y único sacrificio.
Digámoslo de paso, la encíclica de Pío XII sobre la liturgia sigue siendo el más bello y el más profundo de todos los documentos oficiales de la Iglesia sobre el sacrificio de la misa, el más útil para penetrar y comprender su naturaleza íntima. Por esta razón su influencia sobre los documentos oficiales del concilio Vaticano II ha sido tan explícita y tan grande: la encíclica fue citada ocho veces, de las cuales cinco fueron en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (19, 11, 28 y 50). En particular, Pío XII trata explícitamente el tema de la comunión cotidiana. “Dios hace que los cristianos participen en el divino sacrificio recibiendo en la comunión sacramental, inclusive todos los días si lo pudieran, el cuerpo de Jesús ofrecido por todos al Padre eterno”. Subrayando la ofrenda de Cristo por nosotros en el contexto de la comunión, Pío XII invita a concebirla como una participación en la ofrenda (como víctima) de Cristo para el mundo. La presencia real no es solamente la de Dios hecho hombre, sino además la de Dios-víctima glorificada. Comulgar cada día es volverse cada vez más una víctima en Cristo, por Él y con El y para Él. Eso es lo que ha enseñado el concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium citando la encíclica de Pío XII.
Llegamos así al magisterio más reciente de la Iglesia, las enseñanzas del concilio Vaticano II.
Si es cierto que la constitución sobre la liturgia no menciona tan explícitamente la comunión cotidiana, está, sin embargo, fuertemente inculcada por el decreto conciliar sobre las Iglesias orientales católicas, (§ 15). Así se puede decir: “Se recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía inclusive todos los días: enixe quotidie” (Enixe: con todas sus fuerzas). Este texto está en perfecta armonía con otra recomendación conciliar hecha, esta vez, a los sacerdotes: se les recomienda, en efecto, celebrar cada día el sacrificio eucarístico, acto supremo de su ministerio sacerdotal. Nos encontramos en presencia de la primera recomendación explícita de la comunión cotidiana por un concilio ecuménico. ¿Cómo no destacar el magnífico progreso doctrinal concerniente a la práctica eucarística en el historia de los concilios ecuménicos, este crescendo en la exhortación consoladora de una Iglesia siempre preocupada de hacernos participar en la Eucaristía?
El concilio de Nicea, en 325, recomienda facilitar el acceso a la comunión a los moribundos. El concilio de Letrán IV, en 1215, convoca a la amable y amante obligación grave de una comunión anual. El concilio de Trento recomienda implícitamente y realmente la comunión cotidiana en el contexto del recuerdo de la interpretación eucarística del pan cotidiano que habían dado los Padres de la Iglesia. El concilio Vaticano II lo corona todo recomendando explícitamente la comunión cotidiana a todos los bautizados. ¡Pero sin duda es uno de los consejos menos citados, tal vez el menos comentado del último concilio!¡ Pero no deja de ser importantísimo, en la medida en que concierne mucho más a la vida cotidiana del cristiano que a las declaraciones, tan sutiles, sobre la libertad religiosa y sobre la colegialidad episcopal!
Aunque el pedido del pan cotidiano tenga también en consideración el pan material y la palabra de Dios, su sentido eucarístico, unido a los otros dos, sostenido por los Padres, por los catecismos de los dos concilios de Trento y de Vaticano II, y por el magisterio ordinario y universal de la Iglesia, está contenido en la revelación a la cual se adhiere la fe católica y podría ser definida como tal por la Iglesia.
Dos documentos posteriores han completado, en el plano pastoral, el acento puesto por el concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana:
- en 1967, la Santa Sede, en la instrucción Eucharisticum Mysterium, pedía, siguiendo a San Pío X, a los curas, confesores y predicadores exhortar frecuentemente al pueblo cristiano a la comunión cotidiana. La Instrucción recordaba también - punto a menudo desconocido hoy día - que conviene dar la comunión fuera de la misa a los fieles que estuvieran impedidos de participar en ella en razón de un horario incómodo. Insistía, finalmente, sobre la necesidad de hacer accesible a toda hora la comunión cotidiana a los enfermos y a los ancianos, inclusive si no hubiera peligro de muerte;
- en 1973, la Santa Sede publicó un ritual para la distribución de la comunión fuera de la misa, previendo un rito más largo y otro más breve. Estos dos ritos tenían un punto común. Hacía falta que la proclamación de la palabra ilumine y acompañe la comunión del pan eucarístico, lo que constituye una aplicación particular de un principio general de la reforma litúrgica operada recientemente: el pan de la palabra y el pan de la Eucaristía constituyen conjuntamente el pan específicamente cristiano de la Nueva Alianza.
II Hacia el futuro de una Iglesia plenamente eucarística
Si la declaración del concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana, fuertemente aconsejada, marca un progreso importante en la toma de conciencia eclesial frente al llamado de Cristo, preocupado de darse siempre más a la Iglesia, nos invita sobre todo a una urgente y radical renovación de nuestra pastoral en ese asunto. Me gustaría presentar aquí algunos aspectos fundamentales: se trata nada menos que la elaboración de una pastoral totalmente centrada sobre el consejo evangélico supremo, ofrecido a todos, de la comunión cotidiana.
1. En lo sucesivo, la preparación a cada uno de los sacramentos, especialmente a los del bautismo de los adultos, de la primera confesión, de la confirmación y del matrimonio, deberá ser inseparable de la preparación a la misa y a la comunión cotidiana - es inútil objetar que en muchos lugares no hay sacerdotes, puesto que el código de derecho canónico prevé la posibilidad de nombrar laicos como ministros extraordinarios de la distribución de la comunión (CEC, § 230). La Eucaristía es la razón de ser de todos los otros sacramentos y muy especialmente del sacramento del orden: nuestros silencios sobre la misa cotidiana privan a numerosos jóvenes de una superabundante fuerza sacramental, delante del llamado divino a un casto matrimonio, o al sacerdocio, o a la vida religiosa; la renovación en el anuncio abrasador de la misa cotidiana condiciona largamente la solución de los más graves problemas de las familias y de la Iglesia. Sin ella, toda verdadera pastoral de conjunto es imposible.
2) El relanzamiento del llamado a la misa cotidiana significa, de la manera más concreta, la vocación de cada uno a la perfección de la caridad, tal como lo ha subrayado el Concilio Vaticano II, porque la Eucaristía es el sacramento del fervor de la caridad, nexo de la perfección. ¿Cómo se podría ser perfecto, como el Padre celestial es perfecto, despreciando el principal medio de serlo, a saber la cotidiana unión eucarística con Cristo mediador?
3) Es paradójico pensar que cerca de un siglo después de la carta liberadora de San Pío X, no haya nacido ningún instituto religioso dedicado en primer lugar a la propagación de la práctica de la misa y de la comunión de cada día entre los laicos, cuando han sido fundados numerosos institutos para poner en valor otros puntos, ciertamente útiles, pero menos fundamentales. Del mismo modo, ninguna de las asociaciones de fieles actualmente existentes parece tener este fin. Nada impide pensar que el tercer milenio estará marcado por la aparición de estas asociaciones y de estos institutos, por cuyas intenciones nos hace falta rezar.
4) Hace falta ir más lejos y reconocer que la Iglesia se vuelve plenamente Iglesia, no solamente cuando sus miembros se reúnen alrededor del sacrificio de la Cruz perpetuado en la Eucaristía, sino además y sobre todo cuando lo hacen cada día. Es sobre todo a través de la misa y de la comunión de cada día que la Iglesia crece sin cesar en el ser y en la caridad. El concilio Vaticano II citando a San Juan Crisóstomo, nos dice en su decreto sobre el ecumenismo (§15) que es mediante la celebración de la Eucaristía como la Iglesia de Dios se edifica y engrandece. Abramos aquí un paréntesis ecuménico. Un monje atonita de la Iglesia ortodoxa griega, Nicodemo el Hagiorita, publicó en 1783 un libro sobre la comunión cotidiana, presentado al público francófono por el llorado teólogo dominico M. J. Le Guillou . Para este monje, que las Iglesias griega y rusa han canonizado, el que tiene la conciencia pura debe comulgar cada día y hacer así la voluntad de Dios. Según él, el Cristo eucarístico es el pan cotidiano que pedimos al Padre, y la liturgia es esencialmente asamblea eucarística. La Iglesia tiene por razón de ser la unión eucarística de cada uno de sus miembros con Cristo, comido y bebido después de haber sido ofrecido por el mundo entero. Una eclesiología no es plenamente eucarística más que reconociendo la necesidad, para cada uno de sus miembros, de crecer cada día, por una participación siempre más ferviente, en la Eucaristía, en la caridad respecto de Cristo y de los otros bautizados.
El Padre quiere reunirnos cada día, nutriéndonos con su Hijo único. Aceptando la invitación a la comunión cotidiana dignamente preparada, permitimos a Cristo glorificado continuar construyendo por nuestro intermedio su Iglesia local y universal. Tengamos el valor de decirlo: el progreso simultáneo de los creyentes católicos y ortodoxos en dirección de la misa y de la comunión cotidiana debería constituir el factor secreto y mejor que arranque a Dios, mediante la violencia del humilde amor, nuestro común retorno a la plena comunión jerárquica y mutua en la fe integral en la comunión común del Cordero inmolado. En este sentido, esperamos que nuestros hermanos ortodoxos se apresurarán a traducir en las lenguas occidentales el tratado de Nicodemo el Hagiorita sobre la comunión cotidiana.
5) Entretanto, el tiempo apremia. Antes del regreso de Cristo en gloria, la Iglesia debe pasar por una prueba final que estremecerá la fe de numerosos creyentes: es el misterio de iniquidad del Anticristo que está ya en obra, ¿es decir, el misterio del hombre glorificándose a sí mismo en el lugar de Cristo Eucarístico (cf. CEC, § 675, resumiendo varios textos del Nuevo Testamento)? La Iglesia no entrará en la gloria del reino más que a través de esta última Pascua, siguiendo cada vez más, día a día a su Señor en su muerte y resurrección (CEC 677). Sí, el tiempo apremia. ¿Cuándo veremos a los consejos parroquiales y presbiterales intercambiar opiniones sobre los mejores medios de llevar al Cristo cotidiano del altar y del tabernáculo a todos los miembros de la comunidad local? ¿Cuándo veremos a los obispos pedir al Papa una encíclica sobre la misa dominical y sobre la comunión cotidiana? ¿Cuándo veremos a un Papa convocar en Roma a un sínodo episcopal que trate el supremo consejo evangélico, llamando a la participación cotidiana de todos a la victoria eucarística del Cordero de Dios? ¿Cuándo será que este supremo consejo evangélico, el de la Eucaristía cotidiana - consejo que a diferencia de los otros, no sólo elimine los obstáculos a la obligatoria perfección de la caridad, sino además la nutra positivamente - sea reconocido como el que estructure un modo de vida que no se encuentre más que en la sola Iglesia de Cristo y que esté fundado sobre la fe en Cristo. Tal fue la intuición genial del teólogo español Suárez : el estado de la vida cristiana, fundamento del matrimonio y de la vida religiosa, y él mismo fundado sobre el bautismo y sobre la confirmación, es un estado de perfección. Este estado obliga a la perfección de la caridad, dada por la Eucaristía frecuente y cotidiana. El consejo de la comunión cotidiana se muestra así como el de la perfección eucarística en la caridad. Constituye el punto culminante de la evangelización y de toda la economía orgánica y sacramental de la salvación. Alentando la participación sacramental y cotidiana en el sacrificio eucarístico, el concilio Vaticano II ha promovido un estado de vida estable, el estado de la vida cristiana, con miras a la perfección eterna de los bautizados-confirmados.
Pro-Ecclesia: al servicio de la Iglesia y de su liturgia.
Segundo Coloquio del C.I.E.L - octubre de 1996.
Me propongo presentar aquí algunas breves consideraciones sobre un punto capital para la vida cristiana de cada bautizado: ¿qué nos enseña el Dios revelador, a través de las escrituras, de los Padres, y del Magisterio de la Iglesia, sobre la frecuencia de la comunión eucarística y sobre los frutos temporales y eternos? ¿Qué conclusiones pastorales saca la Iglesia y cuáles podría sacar en el futuro?
I. Breve visión histórica sobre la enseñanza de la Iglesia en el pasado
No tratamos de considerar simplemente la historia de una práctica y de sus diversas maneras de comprenderla, sino además - y sobre todo - de preguntarnos lo que Cristo revelador quiere decirnos sobre la naturaleza, el sentido, las finalidades de la frecuencia de la comunión eucarística.
1. La escritura : El decreto Sacra tridentina synodus, publicado en 1905 por la Congregación del concilio con la aprobación de San Pío X, resumió admirablemente la enseñanza revelada en una presentación sintética que conviene citar. Evocando el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, el texto nos dice: “Mediante esta comparación (Jn 6, 59) con el pan y el maná, los discípulos podían comprender fácilmente que, siendo el pan el alimento cotidiano del cuerpo y que habiendo sido el maná el alimento cotidiano de los Hebreos en el desierto, de la misma manera, el alma cristiana podría nutrirse cada día del pan celestial. Además, cuando Jesucristo nos manda pedir en la oración dominical nuestro pan de cada día, hay que entender esto, como casi todos los Padres de la Iglesia lo enseñan, no tanto el pan material, alimento del cuerpo, cuanto el pan eucarístico que debe ser consumido cada día.” (Actas de Pío X, Bonne Presse, T.2 p. 253).
A la luz del evangelio joánico, este texto recapitula de manera muy densa, primero, la enseñanza del Dios de la primera Alianza a través de la figura del maná cotidiano de los Hebreos en el desierto, luego la del Dios de la Nueva Alianza, de Cristo, en los Evangelios sinópticos, inculcando el pedido del pan de cada día cuyo sentido eucarístico es propuesto por la unanimidad moral de los Padres de la Iglesia. El texto afirma, de manera impresionante, cómo las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, y luego los Padres, convergen para indicar la voluntad divina: que el pan eucarístico sea comido cada día por los miembros de la Iglesia de Cristo.
El discurso del Pan de Vida, al presentarnos el maná cotidiano como una prefiguración - por lo demás negativa - del pan vivo bajado del cielo, nos hace comprender que este pan vivo debe ser comido tanto tiempo como dure el exilio terrestre, o sea cada día hasta la entrada en la Tierra Prometida. El texto de la Santa Sede agregaba el testimonio del libro de los Hechos (2, 42-46) según el cual los nuevos bautizados se “mostraban fieles a la fracción del pan (...) Día tras día, partían el pan en sus casas”. Varios exegetas reconocen el sentido eucarístico de esta doble mención, esclarecida por el discurso sobre el Pan de Vida. Sin embargo los exegetas se dividen sobre, si es eucarístico o no, el sentido del pan cotidiano pedido en la Pater. Algunos han considerado que el sentido literal concierne al pan material en tanto que el sentido eucarístico constituiría una interpretación.
Sin embargo, los criterios exegéticos reconocidos por el Concilio Vaticano II permiten deducir con certeza el sentido eucarístico; el CEC (§ 112 ss) cita tres: estar atento al contenido y a la unidad de toda la Escritura, en razón de la unidad del designio de Dios, cuyo centro es Cristo; leer la escritura en la tradición viviente de toda la Iglesia, de la que son testigos privilegiados los Padres, y en la fidelidad a analogía de la fe, es decir a la cohesión de las verdades de la fe, entre ellas y con el contenido total de la revelación, porque Dios no se contradice nunca. Aplicando estos criterios, el CEC (§ 2835 a 2837) expone aquello que llama “el sentido específicamente cristiano” del pedido del pan cotidiano: “Concierne la palabra de Dios a acoger en la fe al cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía”. Luego, el CEC analiza largamente la doble alusión temporal contenida en las dos comparaciones comparación (Mateo, Lucas) del cuarto pedido: “el pan nuestro de cada día, dánosle hoy”, epiousios, recordando el alcance eucarístico de este término epiousios, que no tiene otro uso en el Nuevo Testamento. Citemos: “Tomado en un sentido temporal, epiousios es una recuperación pedagógica de “hoy” (Ex 16, 19-21), para confirmarnos en una confianza sin reservas. Tomado en un sentido temporal, epiousios significa todo lo que es necesario para la vida, todo bien suficiente para la vida. Tomado en sentido literal, el término epiousios (“superesencial”) designa directamente el cuerpo de Cristo, remedio de inmortalidad sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (Jn 6, 53-56); finalmente, ligado al sentido precedente, el sentido celestial es evidente : este día es el del señor, el del festín del reino, anticipado en la Eucaristía que es ya la prenda del reino que viene. Es por esto que conviene que la liturgia eucarística sea celebrada cada día”. El CEC puede entonces concluir: la Eucaristía es nuestro pan cotidiano. Bock y Carmignac han mostrado el sentido profundo del pedido, en el Pater, del pan cotidiano visto en la prolongación del maná cotidiano, el nuevo maná de la Nueva y Eterna Alianza, ese maná que esperaban los judíos del periodo intertestamentario. Carmignac precisa incluso, en sus Recherches sur le Notre Père (Paris 1969, p. 198): “La literatura talmúdica y midráshica, cuya redacción es ciertamente bastante posterior al tiempo de Cristo, contiene también diversas tradiciones antiguas que muestran que el maná continuaba siendo considerado como el alimento especial de los tiempos mesiánicos”. Desde este punto de vista, convendría estudiar las perspectivas eucarísticas de los Padre de la Iglesia a propósito del maná cotidiano dado al pueblo elegido en peregrinaje hacia la Tierra Santa.
2. Los Padres: Los comentarios de los Padres sobre el alcance cotidiano del pedido del pan eucarístico continúan iluminando a la Iglesia y a nuestra vidas. Citemos aquí a Cipriano, Basilio, Ambrosio y Agustín. Conviene distinguir, a propósito de los Padres, lo que dicen sobre la práctica efectiva de una frecuencia eucarística determinada en sus tiempos y en sus regiones respectivas por una parte, y cómo, por otra parte interpretan las voluntades de Cristo manifestadas en el Nuevo Testamento. Si sus descripciones históricas manifiestan una gran variedad de ritmos eucarísticos su testimonio en favor del recurso cotidiano a la Eucaristía impacta por la profundidad y el numero de las motivaciones. En el siglo III, para Cipriano, en su tratado sobre la Oración dominical, hace falta “temer, al abstenerse del cuerpo de Cristo, separarse de la salvación: ‘si ustedes no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán la vida en ustedes’ (Jn 6, 54). Y por consecuencia pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es decir Cristo, para no apartarnos de la santificación y del cuerpo de Cristo, nosotros que permanecemos y vivimos en Él” (§ 18) Retengamos la afirmación: Christum daris petimus. La Eucaristía cotidiana es vista aquí como un medio de perseverar en la gracia de Cristo.
Hacia el año 372 San Basilio, al escribir a una mujer, dijo: “Comulgar todos los días, participar continuamente de la Vida, es vivir en plenitud” (Carta 93, RJ 919). Luego el santo agrega: “Comulgamos cada semana cuatro veces (domingo, miércoles, viernes y sábado)”. Este Padre era consciente de una diferencia entre el ideal y su realización concreta. El Papa Juan Pablo II citó este texto de Basilio de Cesarea en su carta consagrada al santo el 2 de enero de 1980. Poco después, San Ambrosio, obispo de Milán, en su Tratado sobre los sacramentos, se expresa en estos términos: “¿Qué te dice el Apóstol?” Cada vez que le recibimos, anunciamos la muerte del Señor (I Cor 11, 25-26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos el perdón de los pecados. Su sangre es derramada para el perdón de los pecados. Debo recibirlo siempre porque siempre perdona mis pecados. Yo, que peco siempre, debo tener un remedio siempre. ¡Oyes decir que cada vez que se ofrece un sacrificio se representa la muerte del Señor lo mismo que la remisión de los pecados, y no recibes cada día este pan de vida! El que tiene una herida busca un remedio. El remedio es el venerable y celestial Sacramento” (De Sacramentis, IV. 6.26 y V. 4.25-26).
Comprendemos el pensamiento de Ambrosio. El sacrificio de la muerte del Resucitado obtiene la remisión de los pecados. Ahora bien, es este sacrificio el que hacemos nuestro y ofrecemos al recibir la Eucaristía. Sabiendo que tenemos necesidad de obtener cada día la remisión de nuestros pecados cotidianos, ¿cómo no comulgar cada día tal como el Señor nos invita haciéndonos pedir “cada día este pan de vida eterna que reconforta la substancia de nuestra alma”? Dice expresivamente San Ambrosio.
Su hijo espiritual Agustín persigue el mismo fin. En su sermón 227, 1, dirigiéndose el día de Pascua a los que habían sido bautizados la noche anterior, Agustín les dijo: “Deben saber que han recibido lo que recibirán, lo que deberían recibir cada día: este pan que ven sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo”. El texto es muy fuerte: ”Lo que deberían recibir cada día: quis quotidie accipere debeastis” .
Por cierto, como lo precisará más tarde San Pío X, este deber de recepción cotidiana no corresponde a un precepto divino sino solamente a un ardientísimo deseo de Cristo y de su Iglesia del que ya estaba consciente la comunidad de Hipona a fines del siglo IV y principios del siglo V gracias a la palabra de Agustín.
En San Agustín, como en los Padres en general, el simbolismo eucarístico del pan cotidiano no es el único: es conjuntamente que el cuerpo de Cristo y su Palabra constituyen un pan de Vida comido en la fe; la Palabra hace conocer la Eucaristía e inflama de amor por ella. Ambas son, conjuntamente, el pan del alma, ese pan que reciben los únicos hijos de Dios, mientras que el pan material, alimento del cuerpo mortal, Dios lo da no solamente a los que cantan su alabanza, sino además - nos recuerda Agustín - a los blasfemos (Sermón 56). La misma Iglesia, que recomienda la comunión cotidiana del cuerpo de Cristo, aconseja también la audición o la lectura cotidiana de su Palabra, ofrecida precisamente como alimento en la liturgia eucarística.
Se podría multiplicar las citas patrísticas sobre el sentido eucarístico del pan cotidiano. Esto no es necesario. Dirijámonos ahora hacia el Magisterio papal y conciliar porque los Padre, para la inmensa mayoría de los obispos, expresan ya su magisterio ordinario y universal.
3. El magisterio de la Iglesia: Después del periodo patrístico- y esto es bien conocido - el fervor de la caridad nutrida por la Eucaristía frecuentemente recibida disminuyó, y su práctica devino tan rara que en 1215 el IV Concilio Ecuménico de Letrán debió estatuirla bajo la obligación de una frecuencia mínima: todos los miembros de la Iglesia, para perseverar en la gracia divina, comulgarían al menos una vez por año.
El Concilio de Trento, sin favorecer explícitamente la comunión cotidiana, la proponía implícitamente a todos los católicos expresando el “deseo de que todos los fieles comulguen no solamente espiritualmente sino además sacramentalmente en cada misa donde estuvieren presente, con el fin de recibir más abundantemente los frutos del santísimo sacrificio de la misa” (DS 1747, texto de 1562).
Este texto toma toda su importancia en el contexto de una declaración anterior del mismo concilio, recapitulando la teología patrística y medieval en lo concerniente a los efectos de la comunión sacramental; en efecto, en 1551, el concilio había recordado (DS 1638) que la comunión eucarística “nos libera de las faltas veniales, nos preserva de los pecados mortales, nos liga mediante lazos muy estrechos de fe, de esperanza y de caridad con el cuerpo de la Iglesia, cuyo jefe es Cristo, y constituye la prenda de nuestra glorificación futura y de nuestra perpetua felicidad”.
Dicho de otra manera, cada comunión sacramental realizada en estado de gracia afecta nuestro pasado de pecado, fortifica nuestro presente de gracia, preserva nuestro futuro terrestre y merece nuestro futuro eterno. Tales son las intenciones con las cuales el cristiano debe comulgar, siguiendo al concilio, para que su comunión, lejos de ser la comida sacrílega de su propia condenación que denunciaba san Pablo en su primera carta a los Corintios (11, 27-32), sea, por el contrario, una comunión inseparablemente sacramental y espiritual (DS 1638, 1646 y 1648).
De estos temas tridentinos, como del conjunto de la teología católica, resalta claramente que el comulgante, a través de cada nueva comunión sacramental y espiritual, recibe un nuevo aumento de gracia santificante, una nueva remisión de sus pecados veniales, nuevas y poderosas defensas para evitar el pecado en el futuro, nuevos méritos y se dispone a recibir durante la vida eterna nuevos y admirables grados de gloria, es decir, de conocimiento y de amor de Dios trino y uno como todos y cada uno de los elegidos.
A pesar de la apertura del concilio de Trento, el rigorismo jansenista continuaba haciendo difícil el acceso a la comunión frecuente y cotidiana, especialmente a los mercaderes y a los esposos. Se discutía sobre las disposiciones necesarias para comulgar, e inclusive los teólogos de buena marca pensaban que la comunión debía ser rara y sometida a numerosas condiciones previas.
De ahí las intervenciones liberadoras de dos Papas, el bienaventurado Inocencio XI, en 1679, y San Pío X, en 1905 y 1910. San Pío X zanjó la controversia : apoyándose sobre los Padres de la Iglesia recordaba “que ningún precepto reclamaba a los comulgantes cotidianos disposiciones más grandes que aquellas pedidas para la comunión semanal” y proclamó un principio hoy día bastante olvidado: “Los frutos de la comunión cotidiana son mucho más abundantes que los de la comunión semanal”.
Para ser más precisos, para poder comulgar cada día basta estar en estado de gracia y tener una recta intención, es decir, aproximarse a la Eucaristía, no por hábito sino para combatir sus faltas, crecer en la caridad y satisfacer la voluntad divina.
Luego, para comulgar fructuosamente no es necesario estar exento de pecado venial deliberado, aunque esto es muy deseable. Por otra parte, a partir de San Pío X, no es posible que los comulgantes cotidianos no se corrijan de su afición a los pecados veniales, sobrentendiéndose que crecen en la gracia cada día. Así, en esa época, los comentadores subrayaron con razón que las personas que no comulgaban más que una vez por semana, cuando tenían la posibilidad de hacerlo a menudo, comulgaban raramente. Este punto parece haber sido olvidado hoy día por un cierto número de eclesiásticos, que tienden a considerar a los comulgantes de cada domingo como comulgantes frecuentes. Sucede que los enemigos de un cierto laxismo eucarístico actual, del que son víctimas aquellos que se confiesan raramente, caen en un neojansenismo al callar la invitación eclesial a la comunión cotidiana: inclusive si algunos abusan de ella, todos tienen el derecho de conocerla
Las declaraciones tridentinas y las de Pío X sobre los efectos de la comunión eucarística, han sido magníficamente retomadas y profundizadas por el Papa Pío XII en su encíclica Mediator Dei et hominum, en 1947. Digo “profundizadas”, porque Pío XII, siguiendo a Benedicto XIV, introdujo una noción, no presente en el concilio de Trento, concerniente a la naturaleza misma de la comunión eucarística: ella es una participación del sacrificio. Dicho de otra manera, comulgar es volverse una sola víctima con Cristo crucificado y resucitado para la salvación del mundo, Comer y beber a la divina víctima, no es solamente consumir una comida divina, sino además insertarse en la oblación sacrificial que esta víctima hace de ella misma para la felicidad eterna de cada persona humana; es, pues, disponerse en ella y con ella a entregar su cuerpo y a derramar su sangre para merecer a otro la gracia de apropiarse el mismo y único sacrificio.
Digámoslo de Paso, la encíclica de Pío XII sobre la liturgia sigue siendo el más bello y el más profundo de todos los documentos oficiales de la Iglesia sobre el sacrificio de la misa, el más útil para penetrar y comprender su naturaleza íntima. Por esta razón su influencia sobre los documentos oficiales del concilio Vaticano II ha sido tan explícita y tan grande: la encíclica fue citada ocho veces, de las cuales cinco fueron en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (19, 11, 28 y 50). En particular, Pío XII trata explícitamente el tema de la comunión cotidiana. “Dios hace que los cristianos participen en el divino sacrificio recibiendo en la comunión sacramental, inclusive todos los días si lo pudieran, el cuerpo de Jesús ofrecido por todos al Padre eterno”. Subrayando la ofrenda de Cristo por nosotros en el contexto de la comunión, Pío XII invita a concebirla como una participación en la ofrenda (como víctima) de Cristo para el mundo. La presencia real no es solamente la de Dios hecho hombre, sino además la de Dios-víctima glorificada. Comulgar cada día es volverse cada vez más una víctima en Cristo, por Él y con El y para Él. Eso es lo que ha enseñado el concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium citando la encíclica de Pío XII.
Llegamos así al magisterio más reciente de la Iglesia, las enseñanzas del concilio Vaticano II.
Si es cierto que la constitución sobre la liturgia no menciona tan explícitamente la comunión cotidiana, está, sin embargo, fuertemente inculcada por el decreto conciliar sobre las Iglesias orientales católicas, (§ 15). Así se puede decir: “Se recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía inclusive todos los días: enixe quotidie” (Enixe: con todas sus fuerzas). Este texto está en perfecta armonía con otra recomendación conciliar hecha, esta vez, a los sacerdotes: se les recomienda, en efecto, celebrar cada día el sacrificio eucarístico, acto supremo de su ministerio sacerdotal. Nos encontramos en presencia de la primera recomendación explícita de la comunión cotidiana por un concilio ecuménico. ¿Cómo no destacar el magnífico progreso doctrinal concerniente a la práctica eucarística en el historia de los concilios ecuménicos, este crescendo en la exhortación consoladora de una Iglesia siempre preocupada de hacernos participar en la Eucaristía?
El concilio de Nicea, en 325, recomienda facilitar el acceso a la comunión a los moribundos. El concilio de Letrán IV, en 1215, convoca a la amable y amante obligación grave de una comunión anual. El concilio de Trento recomienda implícitamente y realmente la comunión cotidiana en el contexto del recuerdo de la interpretación eucarística del pan cotidiano que habían dado los Padres de la Iglesia. El concilio Vaticano II lo corona todo recomendando explícitamente la comunión cotidiana a todos los bautizados. ¡Pero sin duda es uno de los consejos menos citados, tal vez el menos comentado del último concilio!¡ Pero no deja de ser importantísimo, en la medida en que concierne mucho más a la vida cotidiana del cristiano que a las declaraciones, tan sutiles, sobre la libertad religiosa y sobre la colegialidad episcopal.!
Aunque el pedido del pan cotidiano tenga también en consideración el pan material y la palabra de Dios, su sentido eucarístico, unido a los otros dos, sostenido por los Padres, por los catecismos de los dos concilios de Trento y de Vaticano II, y por el magisterio ordinario y universal de la Iglesia, está contenido en la revelación a la cual se adhiere la fe católica y podría ser definida como tal por la Iglesia.
Dos documentos posteriores han completado, en el plano pastoral, el acento puesto por el concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana:
- en 1967, la Santa Sede, en la instrucción Eucharisticum Mysterium, pedía, siguiendo a San Pío X, a los curas, confesores y predicadores exhortar frecuentemente al pueblo cristiano a la comunión cotidiana. La Instrucción recordaba también - punto a menudo desconocido hoy día - que conviene dar la comunión fuera de la misa a los fieles que estuvieran impedidos de participar en ella en razón de un horario incómodo. Insistía, finalmente, sobre la necesidad de hacer accesible a toda hora la comunión cotidiana a los enfermos y a los ancianos, inclusive si no hubiera peligro de muerte;
- en 1973, la Santa Sede publicó un ritual para la distribución de la comunión fuera de la misa, previendo un rito más largo y otro más breve,. Estos dos ritos tenían un punto común. Hacía falta que la proclamación de la palabra ilumine y acompañe la comunión del pan eucarístico, lo que constituye una aplicación particular de un principio general de la reforma litúrgica operada recientemente: el pan de la palabra y el pan de la Eucaristía constituyen conjuntamente el pan específicamente cristiano de la Nueva Alianza.
II Hacia el futuro de una Iglesia plenamente eucarística
Si la declaración del concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana, fuertemente aconsejada, marca un progreso importante en la toma de conciencia eclesial frente al llamado de Cristo, preocupado de darse siempre más a la Iglesia, nos invita sobre todo a una urgente y radical renovación de nuestra pastoral en ese asunto. Me gustaría presentar aquí algunos aspectos fundamentales: se trata nada menos que la elaboración de una pastoral totalmente centrada sobre el consejo evangélico supremo, ofrecido a todos, de la comunión cotidiana.
1. En lo sucesivo, la preparación a cada uno de los sacramentos, especialmente a los del bautismo de los adultos, de la primera confesión, de la confirmación y del matrimonio, deberá ser inseparable de la preparación a la misa y a la comunión cotidiana - es inútil objetar que en muchos lugares no hay sacerdotes, puesto que el código de derecho canónigo prevé la posibilidad de nombrar laicos como ministros extraordinarios de la distribución de la comunión (CEC, § 230). La Eucaristía es la razón de ser de todos los otros sacramentos y muy especialmente del sacramento del orden: nuestros silencios sobre la misa cotidiana privan a numerosos jóvenes de una superabundante fuerza sacramental, delante del llamado divino a un casto matrimonio, o al sacerdocio, o a la vida religiosa; la renovación en el anuncio abrasador de la misa cotidiana condiciona largamente la solución de los más graves problemas de las familias y de la Iglesia. Sin ella, toda verdadera pastoral de conjunto es imposible.
2) El relanzamiento del llamado a la misa cotidiana significa, de la manera más concreta, la vocación de cada uno a la perfección de la caridad, tal como lo ha subrayado el Concilio Vaticano II, porque la Eucaristía es el sacramento del fervor de la caridad, nexo de la perfección. ¿Cómo se podría ser perfecto, como el Padre celestial es perfecto, despreciando el principal medio de serlo, a saber la cotidiana unión eucarística con Cristo mediador?
3) Es paradójico pensar que cerca de un siglo después de la carta liberadora de San Pío X, no haya nacido ningún instituto religioso dedicado en primer lugar a la propagación de la práctica de la misa y de la comunión de cada día entre los laicos, cuando han sido fundados numerosos institutos para poner en valor otros puntos, ciertamente útiles, pero menos fundamentales. Del mismo modo, ninguna de las asociaciones de fieles actualmente existentes parece tener este fin. Nada impide pensar que el tercer milenio estará marcado por la aparición de estas asociaciones y de estos institutos, por cuyas intenciones nos hace falta rezar.
4) Hace falta ir más lejos y reconocer que la Iglesia se vuelve plenamente Iglesia, no solamente cuando sus miembros se reúnen alrededor del sacrificio de la Cruz perpetuado en la Eucaristía, sino además y sobre todo cuando lo hacen cada día. Es sobre todo a través de la misa y de la comunión de cada día que la Iglesia crece sin cesar en el ser y en la caridad. El concilio Vaticano II. citando a San Juan Crisóstomo, nos dice en su decreto sobre el ecumenismo (§15) que es mediante la celebración de la Eucaristía como la Iglesia de Dios se edifica y engrandece. Abramos aquí un paréntesis ecuménico. Un monje atonita de la Iglesia ortodoxa griega, Nicodemo el Hagiorita, publicó en 1783 un libro sobre la comunión cotidiana, presentado al público francófono por el llorado teólogo dominico M. J. Le Guillou . Para este monje, que las Iglesias griega y rusa han canonizado, el que tiene la conciencia pura debe comulgar cada día y hacer así la voluntad de Dios. Según él, el Cristo eucarístico es el pan cotidiano que pedimos al Padre, y la liturgia es esencialmente asamblea eucarística. La Iglesia tiene por razón de ser la unión eucarística de cada uno de sus miembros con Cristo, comido y bebido después de haber sido ofrecido por el mundo entero. Una eclesiología no es plenamente eucarística más que reconociendo la necesidad, para cada uno de sus miembros, de crecer cada día, por una participación siempre más ferviente, en la Eucaristía, en la caridad respecto de Cristo y de los otros bautizados.
El Padre quiere reunirnos cada día, nutriéndonos con su Hijo único. Aceptando la invitación a la comunión cotidiana dignamente preparada, permitimos a Cristo glorificado continuar construyendo por nuestro intermedio su Iglesia local y universal. Tengamos el valor de decirlo: el progreso simultáneo de los creyentes católicos y ortodoxos en dirección de la misa y de la comunión cotidiana debería constituir el factor secreto y mejor que arranque a Dios, mediante la violencia del humilde amor, nuestro común retorno a la plena comunión jerárquica y mutua en la fe integral en la comunión común del Cordero inmolado. En este sentido, esperamos que nuestros hermanos ortodoxos se apresurarán a traducir en las lenguas occidentales el tratado de Nicodemo el Hagiorita sobre la comunión cotidiana.
5) Entre tanto, el tiempo apremia. Antes del regreso de Cristo en gloria, la Iglesia debe pasar por una prueba final que estremecerá la fe de numerosos creyentes: es el misterio de iniquidad del Anticristo que está ya en obra, ¿es decir, el misterio del hombre glorificándose a sí mismo en el lugar de Cristo Eucarístico (cf. CEC, § 675, resumiendo varios textos del Nuevo Testamento)? La Iglesia no entrará en la gloria del reino más que a través de esta última Pascua, siguiendo cada vez más, día a día a su Señor en su muerte y resurrección (CEC 677). Si, el tiempo apremia. ¿Cuándo veremos a los consejos parroquiales y presbiterales intercambiar opiniones sobre los mejores medios de llevar al Cristo cotidiano del altar y del tabernáculo a todo los miembros de la comunidad locales? ¿Cuándo veremos a los obispos pedir al Papa una encíclica sobre la misa dominical y sobre la comunión cotidiana? ¿Cuándo veremos a un Papa convocar en Roma a un sínodo episcopal que trate el supremo consejo evangélico, llamando a la participación cotidiana de todos a la victoria eucarística del Cordero de Dios? ¿Cuándo será que este supremo consejo evangélico, el de la Eucaristía cotidiana - consejo que a diferencia de los otros, no sólo elimine los obstáculos a la obligatoria perfección de la caridad, sino además la nutra positivamente - sea reconocido como el que estructure un modo de vida que no se encuentre más que en la sola Iglesia de Cristo y que esté fundado sobre la fe en Cristo. Tal fue la intuición genial del teólogo español Suarez : el estado de la vida cristiana, fundamento del matrimonio y de la vida religiosa, y él mismo fundado sobre el bautismo y sobre la confirmación, es un estado de perfección. Este estado obliga a la perfección de la caridad, dada por la Eucaristía frecuente y cotidiana. El consejo de la comunión cotidiana se muestra así como el de la perfección eucarística en la caridad. Constituye el punto culminante de la evangelización y de toda la economía orgánica y sacramental de la salvación. Alentando la participación sacramental y cotidiana en el sacrificio eucarístico, el concilio Vaticano II ha promovido un estado de vida estable, el estado de la vida cristiana, con miras a la perfección eterna de los bautizados-confirmados.
Bertrand de Margerie s.j.
La Eucaristía en el Catecismo. Preguntas y Respuestas:
La Santa Misa
Jesús quiso dejar a la Iglesia un sacramento que perpetuase el sacrificio de su muerte en la cruz. Por esto, antes de comenzar su pasión, reunido con sus apóstoles en la última cena, instituyó el sacramento de la Eucaristía, convirtiendo pan y vino en su mismo cuerpo vivo, y se lo dio a comer; hizo participes de su sacerdocio a los apóstoles y les mandó que hicieran lo mismo en memoria suya.
Así la Santa Misa es la renovación del sacrificio reconciliador del Señor Jesús. Además de ser una obligación grave asistir a la Santa Misa los domingos y feriados religiosos de precepto -a menos que se esté impedido por una causa grave-, es también un acto de amor que debe brotar naturalmente de cada cristiano, como respuesta agradecida ante el inmenso don que significa que Dios se haga presente en la Eucaristía.
¿Qué es la Eucaristía?
Es el sacramento del cuerpo y la sangre de Jesucristo bajo las especies de pan y vino. Por medio de la consagración, el sacerdote convierte realmente en su cuerpo y sangre el pan y vino ofrecido en el altar.
¿Qué es la Santa Misa?
Es la renovación sacramental del sacrificio de la cruz.
¿La Santa Misa es el mismo sacrificio de la Cruz?
Si, la Santa Misa es el mismo sacrificio de la Cruz, pero sin derramamiento de sangre, pues ahora Jesucristo se encuentra en estado glorioso.
¿Quién puede celebrar la Santa Misa?
Solamente los sacerdotes pueden celebrar la Santa Misa, pues solo ellos pueden actuar personificando a Cristo, cabeza de la Iglesia.
¿Cuáles son los fines por los que se ofrece la Santa Misa?
Los fines por los que se ofrece la Santa Misa son cuatro: adorar a Dios, agradecerles sus beneficios con pedirle dones y gracias, y satisfacer por nuestros pecados.
La Santa Comunión
La Eucaristía es también banquete sagrado, en el que recibimos a Jesucristo como alimento de nuestras almas.
La Comunión es recibir a Jesucristo sacramentado en la Eucaristía; de manera que, al comulgar, entra en nosotros mismos Jesucristo vivo, verdadero Dios y verdadero hombre, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.
La Eucaristía es la fuente y cumbre de la vida de la iglesia, y también lo es de nuestra vida en Dios. La Iglesia manda comulgar al menos una vez al año, en estado de gracia; recomienda vivamente la comunión frecuente y, si es posible, siempre que se asista a la Santa Misa, para que la participación en al sacrificio de Jesús sea completa.
Es muy importante recibir la Primera Comunión cuando se llega al uso de razón, con la debida preparación.
¿Qué es la Santa Comunión?
La Sagrada Comunión es recibir al mismo Jesucristo presente en la Eucaristía.
¿De qué modo está presente Jesucristo en la Eucaristía?
Jesucristo está en la Eucaristía verdadera, real y sustancialmente presente, todo entero, vivo y glorioso, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo cada una de especies y bajo cualquier parte de ellas.
¿La Hostia consagrada es una "cosa"?
No, la Hostia consagrada no es una "cosa", aunque lo parezca; es una Persona Divina, es Jesús vivo y verdadero.
¿Quién puede comulgar?
Puede comulgar el que está gracia de Dios, guarda el ayuno eucarístico y sabe a quién va a recibir.
¿En qué consiste el ayuno eucarístico?
Consiste en abstenerse de tomar cualquier alimento o bebida, al menos desde una hora antes de la Sagrada Comunión, a excepción del agua y de las medicinas. Los enfermos y sus asistentes pueden comulgar aunque hayan tomado algo en la hora inmediatamente anterior.
¿Cuándo se debe recibir la primera comunión?
Se debe recibir cuando se comienza a tener uso de razón, lo cual se supone a partir de los siete años; habiendo recibido previamente la preparación oportuna y el sacramento de la penitencia.
¿Qué pecado comete el que comulga en pecado mortal?
El que comulga en pecado mortal comete un grave pecado llamado sacrilegio.
¿Qué debe hacer el que desea comulgar y se encuentra en pecado mortal?
El que desea comulgar y se encuentra en pecado mortal no puede recibir la Comunión sin haber acudido antes al sacramento de la Penitencia, pues para comulgar no basta el acto de contrición.
La Eucaristía en el Catecismo. Preguntas y Respuestas:
La Santa Misa
Jesús quiso dejar a la Iglesia un sacramento que perpetuase el sacrificio de su muerte en la cruz. Por esto, antes de comenzar su pasión, reunido con sus apóstoles en la última cena, instituyó el sacramento de la Eucaristía, convirtiendo pan y vino en su mismo cuerpo vivo, y se lo dio a comer; hizo participes de su sacerdocio a los apóstoles y les mandó que hicieran lo mismo en memoria suya.
Así la Santa Misa es la renovación del sacrificio reconciliador del Señor Jesús. Además de ser una obligación grave asistir a la Santa Misa los domingos y feriados religiosos de precepto -a menos que se esté impedido por una causa grave-, es también un acto de amor que debe brotar naturalmente de cada cristiano, como respuesta agradecida ante el inmenso don que significa que Dios se haga presente en la Eucaristía.
¿Qué es la Eucaristía?
Es el sacramento del cuerpo y la sangre de Jesucristo bajo las especies de pan y vino. Por medio de la consagración, el sacerdote convierte realmente en su cuerpo y sangre el pan y vino ofrecido en el altar.
¿Qué es la Santa Misa?
Es la renovación sacramental del sacrificio de la cruz.
¿La Santa Misa es el mismo sacrificio de la Cruz?
Si, la Santa Misa es el mismo sacrificio de la Cruz, pero sin derramamiento de sangre, pues ahora Jesucristo se encuentra en estado glorioso.
¿Quién puede celebrar la Santa Misa?
Solamente los sacerdotes pueden celebrar la Santa Misa, pues solo ellos pueden actuar personificando a Cristo, cabeza de la Iglesia.
¿Cuáles son los fines por los que se ofrece la Santa Misa?
Los fines por los que se ofrece la Santa Misa son cuatro: adorar a Dios, agradecerles sus beneficios con pedirle dones y gracias, y satisfacer por nuestros pecados.
La Santa Comunión
La Eucaristía es también banquete sagrado, en el que recibimos a Jesucristo como alimento de nuestras almas.
La Comunión es recibir a Jesucristo sacramentado en la Eucaristía; de manera que, al comulgar, entra en nosotros mismos Jesucristo vivo, verdadero Dios y verdadero hombre, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.
La Eucaristía es la fuente y cumbre de la vida de la iglesia, y también lo es de nuestra vida en Dios. La Iglesia manda comulgar al menos una vez al año, en estado de gracia; recomienda vivamente la comunión frecuente y, si es posible, siempre que se asista a la Santa Misa, para que la participación en al sacrificio de Jesús sea completa.
Es muy importante recibir la Primera Comunión cuando se llega al uso de razón, con la debida preparación.
¿Qué es la Santa Comunión?
La Sagrada Comunión es recibir al mismo Jesucristo presente en la Eucaristía.
¿De qué modo está presente Jesucristo en la Eucaristía?
Jesucristo está en la Eucaristía verdadera, real y sustancialmente presente, todo entero, vivo y glorioso, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo cada una de especies y bajo cualquier parte de ellas.
¿La Hostia consagrada es una "cosa"?
No, la Hostia consagrada no es una "cosa", aunque lo parezca; es una Persona Divina, es Jesús vivo y verdadero.
¿Quién puede comulgar?
Puede comulgar el que está gracia de Dios, guarda el ayuno eucarístico y sabe a quién va a recibir.
¿En qué consiste el ayuno eucarístico?
Consiste en abstenerse de tomar cualquier alimento o bebida, al menos desde una hora antes de la Sagrada Comunión, a excepción del agua y de las medicinas. Los enfermos y sus asistentes pueden comulgar aunque hayan tomado algo en la hora inmediatamente anterior.
¿Cuándo se debe recibir la primera comunión?
Se debe recibir cuando se comienza a tener uso de razón, lo cual se supone a partir de los siete años; habiendo recibido previamente la preparación oportuna y el sacramento de la penitencia.
¿Qué pecado comete el que comulga en pecado mortal?
El que comulga en pecado mortal comete un grave pecado llamado sacrilegio.
¿Qué debe hacer el que desea comulgar y se encuentra en pecado mortal?
El que desea comulgar y se encuentra en pecado mortal no puede recibir la Comunión sin haber acudido antes al sacramento de la Penitencia, pues para comulgar no basta el acto de contrición.
¿Porque la Eucaristía es un Sacramento?
La recepción de Jesucristo sacramentado bajo las especies de pan y vino en la sagrada Comunión significa y verifica el alimento espiritual del alma. Y así, en cuanto que en ella se da la gracia invisible bajo especies visibles, guarda razón de sacramento. Jesús al instituir la Eucaristía le confiere intrinsecamente el valor sacramental pues a través de ella Él nos transmite su gracia, su presencia viva. Por ello, la Eucaristía es el más importante de los sacramentos, de donde salen y hacia el que van todos los demás, centro de la vida litúrgica, expresión y alimento de la comunión cristiana.
Sacramento de Unidad. Al referirnos a la Eucaristía como Comunión, estamos proclamando nuestra unión entre todos los cristianos y nuestra adhesión a la Iglesia con Jesús. Por ello, la Eucaristía es un sacramento de unidad de la Iglesia, y su celebración sólo es posible donde hay una comunidad de creyentes.
Sacramento del amor fraterno. La misma noche que Jesús instituyó la Eucaristía, instituyó el mandamiento del amor. Por lo tanto, la Eucaristía y el amor a los demás tienen que ir siempre juntos. Jesús instituye la Eucaristía como prueba de su inmenso amor por nosotros y pide a los que vamos a participar en ella, que nos amemos como El nos amó. Y, en este sentido, la Eucaristía tiene que estar necesariamente atencedido por el Sacramento de la Reconciliación pues el recibir el "alimento de vida eterna" exige una reconciliación constante con los hermanos y con Dios Padre.
El misterio eucarístico, desgajado de su propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja simplemente de ser tal. No admite ninguna imitación "profana", que se convertiría muy fácilmente (si no incluso como norma) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a brrar la distinción entre "sacrum" y "profanum", dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo.
En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el "sacrum" de la Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana -fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos aquellos que no comparten la misma fe- garantiza a este "sacrum" el derecho de ciudadanía. El deber de respetar la fe de cada uno es al mismo tiempo correlativa al derecho natural y civil de la libertad de conciencia y de religión.
Los ministros de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros días, ser iluminados por la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben comprender y cumplir todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por voluntad de Cristo y de su Iglesia.
¿Porque la Eucaristía es un sacrificio?
La Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo tiempo sacrificio de la Nueva Alianza. El hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención. Esta restitución no puede faltar: es fundamento de la "alianza nueva y eterna" de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Si llegase a faltar, se debería poner en tela de juicio bien sea la excelencia del sacrificio de la Redención que fue perfecto y definitivo, o bien sea el valor sacrificial de la Santa Misa. Por tanto la Eucaristía, siendo verdadero sacrificio, obra esa restitución a Dios.
En este sentido, el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote, que lleva a cabo –en virtud del poder específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su presentación en el altar.
Efectivamente, este acto litúrgico solemnizado por casi todas las liturgias, "tiene su valor y su significado espiritual". El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu. Es importante que este primer momento de la liturgia eucarística, en sentido estricto, encuentra su expresión en el comportamiento de los participantes. A esto corresponde la llamada procesión de las ofrendas, prevista por la reciente reforma litúrgica y acompañada, según la antigua tradición, por un salmo o un cántico.
Todos los que participan con fe en la Eucaristía se dan cuenta de que ella es "Sacrificium", es decir, una "Ofrenda consagrada". En efecto, el pan y el vino, presentados en el altar y acompañados por la devoción y por los sacrificios espirituales de los participantes, son finalmente consagrados, para que se conviertan verdadera, real y sustancialmente en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada de Cristo mismo. Así, en virtud de la consagración, las especies del pan y del vino, "re-presentan", de modo sacramental e incruento, el Sacrificio propiciatorio ofrecido por El en la cruz al Padre para la salvación del mundo.
Frutos de la Eucaristía:
Al recibir la Eucaristía, nos adherimos intimamente con Cristo Jesús, quien nos transmite su gracia.
La comunión nos separa del pecado, es este el gran misterio de la redención, pues su Cuerpo y su Sangre son derramados por el perdón de los pecados.
La Eucaristía fortalece la caridad, que en la vida cotidiana tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales.
La Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales, pues cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper nuestro vínculo de amor con Él.
La Eucaristía es el Sacramento de la unidad, pues quienes reciben el Cuerpo de Cristo se unen entre sí en un solo cuerpo: La Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo.
La Eucaristía nos compromete a favor de los pobres; pues el recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo que son la Caridad misma nos hace caritativos.
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