martes, 29 de mayo de 2018
La maternidad espiritual de María en el pasado, el presente y el futuro de la Iglesia y del Mundo.
La maternidad espiritual de María en el pasado, el presente y el futuro de la Iglesia y del Mundo.
Hemos publicado con anterioridad dos estudios sobre la maternidad espiritual de María, en las liturgias y en el dogma, para profundizar sobre la cuestión de la posibilidad de su definición dogmática.
Nuestro propósito, en la presente disertación, es ahondar también -en su carácter analógico- las nociones de maternidad y de maternidad espiritual; subrayar mejor su objeto, a saber, la generación continuada de Cristo. su finalidad, es decir, el perfecto regreso mariano a Dios de todos los elegidos como también las implicaciones cósmicas -a la vez protológicas y escatológicas- de esta maternidad espiritual de la Virgen Inmaculada. De igual manera, mostraremos el rol único de la muerte amante de María en la transmisión, a los hombres, de la vida sobrenatural y divina de la gracia.
De esta manera, el esplendor de esta maternidad espiritual de María, enraizada en su maternidad divina, será percibido mejor en sus relaciones con un conjunto de verdades de razón y de fe como el fin último del hombre, no sin volver más deseable aún su eventual definición dogmática. Retomemos, pues, metódicamente estos puntos.
I. Análisis filosófico de la maternidad.
La historia de la comprensión filosófica de la maternidad humana manifiesta el paso decisivo de un umbral por parte del Doctor sutil, el bienaventurado Juan Duns Scot, al precisar el pensamiento de San Buenaventura.
Antes, santo Tomás de Aquino, excesivamente tributario de Aristóteles en este asunto, no admitía más que un rol puramente pasivo de la madre en la generación animal y humana, en singular contraste con el rol activo que reconocía a María en la economía de la salvación. La madre (mater) es colocada al costado de la materia y, por tanto, de la potencia; toda la actividad está reservada al padre.
Es sobre este panorama que interviene la “revolución copernicana” del pensamiento scotista: para el doctor franciscano, “la madre es causa activa y no solamente pasiva del niño como dos causas parciales en la que una -el padre- es más perfecta que la otra; así el padre, agente principal de la generación, excita a la madre a engendrar como el sol excita al fuego”.
Scot ve un signo de este rol activo de la madre en el hecho de que la madre ama a su hijo más de lo que lo ama su padre, y encuentra una prueba en la pregunta de la Virgen en Luc 1, 34: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón?”.
Este rol activo de la madre en la generación es visto, sin embargo, en dependencia del rol más activo todavía del padre. La madre es a la vez activa y pasiva; el padre, como tal, únicamente activo.
Por esta razón - está permitido pensarlo- el Revelador no se ha presentado en la escritura como Madre, Hija y Espíritu, sino como Padre que engendra sin ninguna pasividad a su Hijo único; igualmente, por esta razón éste no tiene un padre terrestre sino una Madre según la carne, causa dependiente e instrumental de su vida humana y terrestre.
En efecto, el análisis genial de la maternidad en Scot es una contribución a la mariología tan decisiva, tal vez, como su doctrina de la inmaculada concepción por modo de redención preservadora; esta visión de la maternidad reúne perfectamente, a la vez, el sentido común y el de las Escrituras, haciendo eco de la comprensión espontánea del misterio de la generación humana en el seno de todas las generaciones humanas. Resumiendo y sintetizando el uso de la palabra madre en las Escrituras, H. Lesêtre observaba en 1908: “por asimilación, se da el nombre de madre a lo que es una causa.”; igualmente, en 1979, P. Daubercies recogía así el sentido simbólico de la palabra madre en la Biblia: “origen, causa, fuente, realidad de la que se saca la existencia o subsistencia”.
En este contexto, es importante subrayar que las Escrituras manifiestan el alcance de la maternidad de María para toda la humanidad: Jesús se sirve de una experiencia universal constatando que “la mujer cuando ya ha dado a luz al niño, no se acuerda más de los dolores, por la alegría de que ha nacido al mundo un hombre” (Jn 16, 21). Como dice J. Lagrange, “la mujer se alegra de haber dado un hombre a la sociedad; es su contribución al bien general”. La maternidad constituye una relación entre la madre y la humanidad entera: si, en su esencia, ella manifiesta una dependencia causal y activa, es también esencialmente un servicio a la humanidad entera.
Mejor aún: desde el libro del Génesis, la Biblia ve en la maternidad una “una participación en la obra creadora” exaltando de manera sublime y trascendente su aspecto de causalidad. Es lo que emerge de la declaración triunfante de Eva, figura de María: “he alcanzado de Yavé un varón” (Gén 4,1; cf. 4,25).
Se ve así cómo la Escritura, haciendo suya la experiencia universal del género humano, en su visión de una maternidad activa, nos prepara a comprender mejor la enseñanza precisa de Cristo crucificado sobre la divina y activa maternidad espiritual de María, relación con la humanidad entera, contribución suprema al bien del género humano.
II. Noción analógica de la maternidad en las culturas humana y en las Escrituras divinas.
Retomando una breve evocación anterior, hay que subrayar ahora cuánto han reunido las Escrituras de la experiencia universal, cuando aplica el concepto de madre a las realidades más diversas, desde las más materiales a las más espirituales, de la Tierra hasta Dios.
Las investigaciones de los historiadores de las religiones han mostrado que los misterios griegos de la época helenística son, por muchos aspectos, cultos de una religión de la Madre, de la Magna Mater, encarnación de las fuerzas de la naturaleza en la fecundidad universal, totalidad del mundo como cosmos. Todo lo que vive sale de su seno maternal, todo vuelve a él. Las obras de arte, los testimonios literarios, en una sucesión casi ininterrumpida, atestiguan la existencia de esta asociación entre las nociones de Madre y de Tierra. Así, Esquilo nos dejó en las Suplicantes una oración a la Madre Tierra bajo la forma de un balbuceo: ma Ga ma Ga, boan joberon apotrepe (890-891). La forma elemental de una “madre divina” representa siempre, en las religiones mistéricas, la tierra misma. En Platón, la materia es la madre o la nutricia del universo.
El tema de la madre-tierra desemboca, pues, en las religiones mistéricas, en un culto idolátrico de las diosas y de la tierra misma. La imagen de la Magna Mater, que es la Tierra, se vuelve a la vez virgen pura y madre fecunda, tanto diosa salvaje del amor lascivo, tanto reina pura de los cielos. Ella influenció la gnosis heterodoxa: para sus especulaciones, es una figura más concreta que el “dios desconocido”; es también -como eón supraterrestre- tanto virgen sublime como madre impura y caída.
Aunque los primeros Padres reaccionaron contra todas estas tendencias, sin embargo ellas les ayudaron a utilizar la imagen bíblica de la mujer para expresar al pueblo de Dios; a hipostasiar a la Iglesia en la imagen de la mujer, e indirectamente, por reacción, contra todos los mitos ahistóricos, a exaltar la maternidad divina, insertada en la historia, sin ninguna complicidad con su sensualidad, de la Virgen únicamente fecunda al punto de engendrar un Dios Salvador. ¿Sin la gnosis habríamos tenido, realmente, la visión patrística de la Eclessia Mater, y la reacción ireneana que valorizó la causalidad dependiente de la Virgen en la obra de la salvación, dicho de otra manera, su maternidad espiritual de nueva Eva?
No nos confundamos. Se puede admitir que el Dios creador de la Madre-Tierra y del inconsciente colectivo preparó (incluso a través de los cultos idolátricos, cuyos elementos de verdad anticipaban el Evangelio de María, Madre de Jesús) a los hombres para reconocer su intervención en la historia a través de una Mujer, Madre de su Hijo único (cf. Gál 4,4). Es ella la que será reconocida como la verdadera Magna Mater, pura criatura, Madre del Dios infinitamente grande.
Admisión singularmente facilitada por la misma Escritura. El Antiguo Testamento hacía eco de la cultura universal: “un yugo pesado oprime a los hijos de Adán desde el día en que salen del seno de su madre hasta el día en que vuelven a la tierra, madre de todos” (Eclo 40,1; cf. Gn 3,19 y Job 1, 21). Aquí, las alusiones a la madre-tierra son indudables, estando situadas más en un contexto de angustia y de muerte que de vida y de exaltación. Sin embargo, la imagen significa claramente que la tierra nutre a sus hijos antes de acogerlos en sí misma en la sepultura.
La maternidad de la tierra con relación al hombre es totalmente material, el de la mujer es humana e implica una dimensión espiritual e inmaterial, la de Dios respecto de sus criaturas (cf. Eclo 4,11; Is 66,13) es puramente espiritual y metafórica; la de la Iglesia igualmente, sin dejar de mostrar signos corporales.
La Escritura, al subrayar la maternidad de la tierra, madre universal, rechaza evidentemente el culto pagano de la Madre-Tierra; la Escritura ve a la Madre-Tierra en el seno de Dios-Padre, más misericordioso que una madre, ve a las entrañas maternales; para sus lectores, la ternura de Dios nutre a los hombres a través de la Madre-Tierra de la que es Creador. Esta tierra, virgen antes del pecado, prefigura a María virgen y madre, como la vio Ireneo.
Veremos a continuación cómo la reflexión teológica conduce a una inversión de la relación: María y la Iglesia, por su oración y sus méritos, se muestran como estando juntas, en unidad, la madre y la razón de ser de la tierra misma. La madre-tierra aparecerá sujeta en su existencia misma, como en su fecundidad, a la intercesión de la única Madre de Dios, Madre de la Iglesia.
El cristianismo revaloriza así, sobre un plano espiritual, paradójicamente, el tema material de la madre-tierra. Este punto estalla en san Francisco de Asís. Citemos aquí el Cántico de las criaturas:
Alabado seas, Señor mío
por (a través de) nuestra madre la Tierra,
que nos sustenta y nos nutre,
que produce la diversidad de los frutos,
con los flores matizadas y las hierbas.
La Madre-Tierra es vista también como una hermana, es decir como -con nosotros los hombres- criatura de Dios. Aquí, además, la tierra prefigura a María nuestra hermana al mismo tiempo que nuestra madre, pura criatura que nos da nuestro Creador haciendo de él nuestro hermano. Pero ella prefigura también a la Madre-Iglesia, la Iglesia Romana, que no deja de ser la hermana mayor de sus iglesias-hijas.
Si la tierra da la vida corporal, es sin embargo (en el seno del plan divino) con miras a conferir, en su asunción por los sacramentos de la Iglesia, la vida espiritual y sobrenatural de la gracia merecida, obtenida y ofrecida por María en el don de su Hijo único.
Y si María nos engendra para la vida sobrenatural, es siempre al formar a su Hijo único en nosotros, a través de la Iglesia. Por medio de María, con ella, en ella, por ella, gracias a la Iglesia que nos liga a María, engendramos en nuestro turno a Cristo por las obras del apostolado después de haberlo concebido por la fe (cf. MT 12, 48-50).
Sin entrar aquí en una discusión técnica y filosófica sobre la analogía, conviene subrayar el carácter a la vez real y analógico de la maternidad espiritual, sea de María, sea de la Iglesia respecto de nosotros.
Maternidad real en sentido propio: María y la Iglesia nos transmiten una vida, la vida sobrenatural y divina, de las que ellas mismas vienen. Los documentos del Magisterio dan testimonio de esta realidad.
Maternidad real, no en un sentido unívoco, sino en un sentido analógico: ya que esta vida transmitida por María y por la Iglesia no es ni ellas ni en nosotros la vida de la naturaleza, constitutiva de nuestra realidad substancial.
La maternidad espiritual de María y la de la Iglesia constituyen una analogía donde la disimilitud respecto de la maternidad natural prevalece sobre la similitud (como en toda analogía): si no nos dan el ser sobrenatural como causas primeras y a partir de su propia sustancia, ellas concurren eficazmente, directamente y libremente a la adquisición y a la comunicación de la gracia divina, o vida espiritual.
Subrayemos finalmente que, para Vaticano II, la maternidad espiritual de la Iglesia no es de ninguna manera metafórica: la Iglesia es para el Concilio el instrumento eficaz de la comunicación de la vida divina por medio de la palabra y por medio de los sacramentos: “por la caridad, la oración, el ejemplo, los esfuerzos de penitencia, la comunidad eclesial ejerce una verdadera maternidad (veram erga animas maternitatem exercet) para conducir las almas a Cristo: es un instrumento eficaz para mostrar o preparar, para los que todavía no creen, un camino hacia Cristo y su Iglesia, para nutrir a los fieles”.
Pero en los dos casos, la generación a la que María y la Iglesia contribuyen por su cooperación es una generación verdadera según la naturaleza divina realmente participada. En los dos casos, está en juego un misterio de fe que desborda los sentidos, la razón y la historia.
La historia nos enseña que María es la Madre de Jesús. La Revelación y la fe nos hacen saber que María es la Madre de Dios y, así, Madre espiritual de los hombres. La razón humana no sabría demostrar esta verdad, sino a partir de los datos de la Revelación y en el seno de la fe: credo Mariam esse Matrem Dei et Matrem hominum.
La historia nos enseña que la Iglesia es una sociedad fundada por Cristo y cuyos miembros se vuelven tales por el bautismo. La Revelación y la fe nos demuestran que así como la Iglesia nos comunica una vida sobrenatural y divina que desborda los sentidos, la experiencia y la razón. La razón humana reconoce en ella una Madre que engendra a una vida divina.
Esto es lo que manifiesta una antigua versión del Símbolo de los Apóstoles todavía en uso en el siglo III en la Iglesia africana y que termina con estas palabras: “Credo in sanctam Matrem Ecclesiam”.Esto es lo que lo que confirma el hecho histórico analizado por K. Delahaye: la patrística primitiva no presentaba más que a los bautizados a la Iglesia como madre. Nos hace decir en otras palabras: credo Ecclesiam esse matrem in ordine gratiæ.
III. La muerte de María y la celebración de la Eucaristía.
La muerte amante de María y la celebración hecha por la Iglesia del sacrificio eucarístico al que la Virgen se asocia, constituyen puntos culminantes del misterio de sus maternidades espirituales respectivas.
Así como el Nuevo Adán, Jesucristo, engendró a la humanidad para la vida sobrenatural y divina por su muerte en la cruz, de igual manera es esencialmente por su compasión al pie de la cruz y por la aceptación de su muerte futura como una participación en el sacrificio de su Hijo que María colaboró en la regeneración espiritual de los hermanos, según la carne, de su Hijo único.
Esta afirmación, subrayando siempre el carácter vivificante de la muerte y de la compasión de la Virgen-Madre, es tributaria de la exégesis que Pablo VI hace del sentido de “”He ahí a tu Madre” en Signum Magnum.
Analógicamente, la Iglesia engendra a sus hijos y los nutre sacrificándose por ellos. La Eucaristía es inseparablemente sacrificio y sacramento: la Iglesia no se limita a ofrecer a Cristo por sus miembros y a ofrecerles a Cristo en la comunión; la Iglesia se ofrece por ellos, con Cristo y con María, en una oblación amante que les confiere la vida de la caridad.
Sin las lágrimas de María al pie de la cruz, no tendríamos, en los hechos, la vida divina. Sin la celebración realizada por la Iglesia del sacrificio eucarístico en el que se ofrece ella misma por cada de uno de sus miembros, estaríamos, además, privados de la divinización eucarística. La Iglesia no engendra más que para integrar a su sacrificio en favor del mundo.
El consentimiento de María a la Encarnación y a la Pasión de Jesús perduró hasta a su muerte y es siempre ofrecida de nuevo durante la celebración de cada Misa: es mediante esta oblación que María colaboró de manera singular, en el amor, en la restauración de la vida en las almas.
Ofreciéndose como víctimas para el mundo, María y la Iglesia le obtienen la vida divina; ayudan a cada cristiano a comprender en su momento que no puede concebir a Cristo por la fe y engendrarlo por las obras más que en la medida en que se asocie como víctima al sacrificio de la Cabeza. es en esta misma medida que participa en la maternidad espiritual de María y de la Iglesia. Misterio de fe, que también desborda sus sentidos, su experiencia y su razón. El cristiano no ve que engendre a Cristo en los otros por su ejemplo y por sus palabras, por la ofrenda de sus penitencias y de sus obras; él cree: credo memetipsum esse matrem Christi viventis in aliis, pero opera fidei vivæ, quatenus sum in statu grati.
IV El don de María que Jesús hace a Juan incluye un mandamiento y una promesa.
Es el punto de vida que subrayaba, en sus notas espirituales, san Leopoldo de Castelnuovo, O.F.M. Cap. :”Creo este dogma de la fe católica: la bienaventurada Virgen María es una segunda Eva, es porque creo que hay en la Iglesia una perpetua providencia materna de la bienaventurada Virgen María y que, siguiendo el mandamiento que le fue dado por su hijo agonizante en la cruz: “He ahí a tu hijo, he ahí tu madre”, María interpela siempre por nosotros al Padre, al cielo, al mismo tiempo que su Hijo, que intercede siempre por el género humano, de tal manera que consuma en el cielo lo que ella operó bajo la cruz”.
Dicho de otra manera, la palabra de Cristo en la cruz, a María y a Juan, no es solamente declarativa de la maternidad espiritual de la Virgen, sino además una palabra que realiza y opera lo que declara, lo que manda; da y promete lo que dice. Cristo, al darnos a María, le manda velar sobre nosotros y nos promete el apoyo y la intercesión de su Madre. La maternidad espiritual de María, enraizada en el pasado de su vida terrestre, y especialmente en los puntos culminantes que constituyen su Anunciación, su Compasión, su muerte de amor, se despliega en el presente (al obtener el don de la vida) para consumarse en el futuro (gracias a la perseverancia final obtenida por la perseverancia de María, así como la gloria de la resurrección corporal de los elegidos, respuesta divina a la intercesión de la Virgen). “He ahí a tu Madre”: la que te engendró para la vida divina, la que nutre ahora por medio de los sacramentos y la palabra de la Iglesia, la que, finalmente, quiere consumar tu génesis sobrenatural en el momento de tu muerte y de tu resurrección, obteniendo para ti la visión beatífica y la glorificación de tu cuerpo mortal.
El misterio de la maternidad espiritual de María totaliza así su vida en beneficio de toda la Iglesia. Abraza -y encontraremos bajo otros aspectos este punto de vista- la vida de la Virgen desde su Inmaculada Concepción hasta la Parusía y a la consumación de los elegidos por su intercesión de Resucitada en nombre de los méritos de su compasión y de su muerte de amor. María fue, es y será la madre de los hombres espiritual de su vida divina.
V. La obediencia al mandato de la filiación espiritual de María.
La obediencia al mandato de la filiación espiritual mariana, condición de cumplimiento de la promesa de su completo desarrollo, incluye el regreso al Padre por Jesús y por María: esto es lo que comprendió la tradición espiritual del catolicismo, especialmente en sus eminentes representantes modernos, san Luis María Grignion de Montfort y san Maximiliano Kolbe.
Para el primero, el regreso a Dios por Jesús crucificado es inseparable del regreso a Jesús crucificado por María Inmaculada y por la verdadera devoción a ella.
Para el segundo, profundizando este punto de vista, debemos ofrecer nuestras obras a la Inmaculada porque ella las “inmaculiza” y las ofrece así transfiguradas en la caridad de su Corazón a su Hijo.
Esto vale especialmente para el ejercicio de nuestro apostolado y de nuestra maternidad espiritual horizontal, en dependencia de nuestra filiación espiritual vertical respecto de la Madre de Dios.
La fe en la maternidad espiritual de María y de la Iglesia desemboca sobre la esperanza de salvación personal en el ejercicio a la vez pasivo y activo de la maternidad y de la filiación espirituales como sobre la esperanza de salvación de aquellos que están ligados a la Iglesia y a María.
Se entrevé también los elementos de una síntesis más profunda aún insinuada por el bienaventurado Alain de la Roche, O.P., y esbozada por el padre Pierre Chaumonot en su preciosa y poco conocida autobiografía: nuestra filiación respecto de María se completa en un matrimonio espiritual con la Madre de Dios con miras a engendrar gracias a ella, en una activa maternidad espiritual, a los hombres para la vida eterna:
Fueron catorce años y más que tuve los ardentísimo deseos, y casi continuos, que la divina María tuviese gran cantidad de hijos espirituales y adoptivos, para consolarla de los dolores que le había causado la pérdida de Jesús... Te conjuro pues, divino Espíritu de dar todavía más hijos espirituales a María que los hijos carnales que tuvo Abraham.
Experimenté muy grandes consolaciones para conjurar por toda suerte de motivos al divino amor para que me concediera lo que le pedía, de tal suerte que no dejaba de meditar sobre este asunto y no tenia entonces ningún deseo de hacer a Dios otros pedidos.
Una vez que estuve apasionado de ardientes deseos de obtener para la Virgen esta santa y numerosa posteridad, he ahí que de repente escuché claramente, en el fondo de mi alma, estas palabras intelectuales que me decían al corazón: “Serás mi esposo, puesto que me quieres hacer madre de tantos hijos”. Tan avergonzado y confuso de que la Madre de Dios pensara hacerme tanto honor, me abismé en la consideración de mi nada, de mis pecados y de mis miserias. Sin embargo, ella me dijo que era mi esposa.
¡Pasaje seguramente sorprendente! El padre Chaumonot ligaba conjuntamente estos tres temas: filiación espiritual, maternidad espiritual y matrimonio espiritual del apóstol con la Virgen, para hacerla madre. Se ve que aquí la maternidad espiritual es vista como una realidad más del presente y del futuro que del pasado.
Se notará, además, la comprensión implícitamente eclesiológica de la maternidad espiritual de María que manifiesta el texto del padre Chaumonot: si el padre puede hacer a María “madre de tantos hijos”, es evidentemente ejerciendo su propia paternidad (maternal) a través del ministerio de la palabra y por la celebración de los sacramentos de la santa Madre Iglesia. Chaumonot reúne así la posición (ya citada en mi estudio precedente) de Isaac de l’Etoile.
Subrayando el íntimo nexo entre la maternidad y matrimonio espirituales, Chaumonot nos orienta una vez más hacia el alcance eucarístico de la maternidad espiritual de María: María, Madre nuestra, a través de la Iglesia, nutre a sus hijos con la palabra y con el cuerpo de su Hijo único. Su maternidad tiene por finalidad conducirlos, a través de un matrimonio espiritual con ella misma, hacia el matrimonio espiritual con su Hijo único, hacia las bodas del Cordero.
VI. Implicaciones cósmicas de la maternidad espiritual: María, Madre del Mundo.
Hemos visto anteriormente la maternidad corporal de la Madre-Tierra respecto de la humanidad, integrada en la maternidad espiritual de la Iglesia gracias a la economía sacramental. Ahora vamos a considerar el rol de María y de su maternidad de gracia respecto de la materia, del mundo, del universo angélico, material y humano en su condición renovada por la cruz de Cristo, después su existencia misma.
La consideración del primero de estos dos temas comienza de manera clara, al parecer, con San Anselmo; es esencialmente la obra de la teología medieval: Bernardino de Siena y Antonino de Florencia. Citemos ampliamente a Anselmo de Cantorbery:
La naturaleza entera es la creación de Dios y Dios es de María. Dios ha creado todo, se hizo a sí mismo de María y es así que rehizo todo lo que había hecho. Quien pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacerlas, después que fueron degradadas, sin María. Dios es, por tanto, el Padre de las cosas creadas y María la madre de las cosas recreadas... La Madre que restableció a todas las criaturas es María... María engendró a Aquel por quien todo fue salvado, sin el que nada está en orden.
El discípulo de Anselmo, Eadmer -teólogo de la Inmaculada Concepción - orquestó el tema del Maestro: “la bienaventurada María, participando por sus méritos en la reparación de todos los seres, es la Madre y la Señora de todas las cosas”.
Se ve: es bella y buena una maternidad no corporal, sino espiritual de María respecto de todo el universo de la que es reparadora y la restauradora reintegrándolo al servicio de Dios, como enseña Anselmo de Cantorbery seguido por su escuela. María es la madre, no corporal, sino espiritual, del mundo material: Mater mundi.
Tres siglos más tarde, San Antonio de Florencia (1389-1459) retoma y completa los principios de Anselmo y de Eadmer: pero los sitúa en el contexto del misterio de la predestinación de la Virgen:
María fue predestinado antes de los siglos para ser el principio de la recreación de todo lo creado; es así lo que es dicho de ella: “Diome Yavé el ser en el principio de sus caminos, antes de sus obras antiguas” (Prov 8, 22 ss), es decir al comienzo de todas sus obras, para que sea la primera de todas las criaturas que son puras criaturas... María es también madre por la dignidad, porque ella es la primera nacida antes de toda criatura; en efecto, ella es más noble y más perfecta, en gracia y en gloria, que toda (otra) pura criatura. Porque quien es primero en un género es casi causa de todos los otros (seres en el mismo género): quod autem est primum in unoquoque genere est causa aliorum.
Este bellísimo texto plantea un principio fecundo cuyas consecuencias insinúa sin desarrollarlas. La primacía de María, querida por Dios, después de Cristo pero con Él y antes de toda otra pura criatura, entraña su causalidad universal, no física y eficiente, ciertamente, sino -aunque el autor no lo precise- moral y meritoria. Antonino transpone en Mariología el argumento platónico de los grados utilizado por Santo Tomás de Aquino en la demostración de la existencia de Dios; es la célebre cuarta vía: el grado supremo es causa de todos los grados inferiores.
Transposición interesante, más aún cuando nos muestra la posibilidad de una maternidad espiritual de María respecto del universo corporal y material, no puramente y simplemente o solamente en estilo scotista, a partir de la primacía intencional de María en el plan divino, sino también, en estilo tomista, a partir del misterio de su predestinación unido a la consideración de los grados del ser y del actuar. Antonino de Florencia plantea los principios que deberían conducir a todas las escuelas católicas de teología a un consensus en cuanto a la causalidad moral y meritoria de la Virgen, en dependencia de Cristo crucificado, respecto de la existencia y de la consumación del universo físico y de cada naturaleza humana. Primera de los predestinados, después de Cristo, María no causa solamente, en dependencia de Él, la gracia y la gloria en todos los elegidos, sino además, por su intercesión, la naturaleza misma.
Prolongando a San Anselmo, Antonino lo sobrepasa netamente, y reúne las opiniones de su contemporáneo san Bernardino de Siena sobre María causa final del universo del que es la consumación. El conjunto de esta opiniones y principios (María causa ejemplar y final del universo, primera nacida en el pensamiento divino, cuya primacía entraña una causalidad universal comprendida sobre el plan de la causalidad moral eficiente) es más o menos común a todas las mariologías de la baja Edad Media y de los siglos posteriores que deberían, en el futuro, reunir unánimemente a los teólogos católicos en la afirmación de una cierta, misteriosa e inmaterial causalidad de la Virgen respecto de la existencia misma de la materia.
Semejante afirmación se encuentra además fortificada en el contexto de la común visión medieval, a la vez filosófica y teológica, de la causalidad meritoria del justo en la obtención de los bienes temporales. Para santo Tomás de Aquino, “si se considera los bienes temporales en tanto que favorecen el cumplimiento de las obras de virtud que nos conducen a la vida eterna, se vuelven directamente y absolutamente objeto de mérito, como el crecimiento de la gracia y de todos los otros auxilios que nos permiten alcanzar la beatitud, una vez recibida la primera gracia... Vistos desde esta perspectiva, estos bienes temporales son absolutamente bienes.”
Estos principios luminosos se aplican, primeramente, al bien temporal que es la existencia, la posición en el ser de una naturaleza destinada a la gracia y a la gloria, de una naturaleza que, por lo demás permanece y alcanza inclusive su perfección cuando es transfigurada y divinizada por la gracia y la gloria.
Así como el mérito sobrenatural de los bienes temporales presupone, como lo señalaba anteriormente el Doctor Angélico, “la primera gracia recibida”, igualmente la persona humana no sabría ser la causa moral y meritoria de su propia creación por Dios, sino solamente de la de los otros. Si puedo merecer para los otros, con un mérito de conveniencia, la gracia y la gloria, ¿por qué no podría merecer el don gratuito y primero de la creación y de la naturaleza? Si no importa que cualquier justo (inclusive no cristiano) pueda obtener por su intercesión este don de la naturaleza y de la existencia para los otros espíritus creados, con mayor razón la Virgen Madre de Dios la obtuvo participando en el sacrificio de su Hijo sobre la cruz. Al merecer nuestra divinización, mereció lo que menor y que la condiciona: nuestra creación a partir de la nada.
Esta causalidad moral y meritoria se nos manifiesta, incluida en el consentimiento creado a la voluntad creadora de Dios, tan magníficamente presentado por Aimé Forest. Citémosle con cierta amplitud: “Según el idealismo, el pensamiento no podría dar una significación última a las realidades que afirma. ¿Pero por qué no podríamos entrar profundamente en el absoluto de la afirmación siguiendo nuestra afirmación misma de criaturas? Si no tenemos que dominar al ser de manera que nos coloquemos respecto de él en una relación de prioridad ideal, nos queda corresponder a este absoluto mediante el consentimiento que le demos. La afirmación objetiva es ya liberación de la limitación propia al ser creado, agrega a nuestra naturaleza la verdad de lo que el espíritu posee; ella se termina cuando el acto que pone las cosas en el en si toma el valor de un consentimiento, es decir de una respuesta al acto por el cual Dios los crea”.
Es especialmente en esta dirección de un consentimiento a la creación que orienta el texto bíblico citado por Antonino -siguiendo una larga tradición, bien fundada, aplicándolo a la Virgen María-: Prov 8, 22 cuya continuación conduce naturalmente y lógicamente a la afirmación de una causalidad moral de María en la creación del mundo: “Cuando fundó los cielos, allí estaba yo; cuando puso una bóveda sobre la faz del abismo. Cuando daba consistencia al cielo en lo alto, cuando daba fuerza a las fuentes del abismo. Cuando fijo sus términos al mar para que las aguas no traspasasen sus linderos. Cuando echó los cimientos de la tierra. Estaba yo con Él como arquitecto, siendo siempre su delicia, solazándome ante Él en todo tiempo: Recreándome en el orbe de la tierra, siendo mis delicias los hijos de los hombres.” (Prov, 8, 27-31).
Son los mismos principios que guiarán, dos siglos después, al célebre cardenal de Lugo S.J., en su contemplación de las relaciones entre la Virgen y el universo:
Al igual que Dios, creando todo en su complacencia para su Cristo, hizo de Él el fin de las criaturas, así, guardando las proporciones, se puede decir que sacó de la nada el resto del mundo por amor a la Virgen-Madre, haciendo que ella sea justamente llamada, también, fin de todas las cosas...Se puede decir con la misma proporción que Dios creó el mundo para los elegidos y que de esta manera los elegidos son de alguna manera el fin por el cual el resto de las criaturas fue hecho.
En suma, si el universo fue creado para María, a su imagen, fue creada también a causa de ella: tanto como decir -con un teólogo moderno- que María “se vuelve secundariamente y en dependencia de su Hijo, la causa meritoria de todos los bienes,” no solamente de la gracia y de la gloria, sino también del ser y de la naturaleza.
Tal es la verdad que se esconde también en las especulaciones gnósticas y heterodoxas sobre la Magna Mater, como en los sacrificios erróneamente ofrecidos a la Virgen por las mujeres colyridianas, de los que nos habla san Epifanio. María no es la creadora del universo merecedora de un sacrificio, sino moralmente la procreadora, por su intercesión meritoria, de la creación del universo entero, físicamente independiente de ella. El universo pende en su existencia misma de las lágrimas de María al pie de la cruz, delante de su Hijo; ella es la Cordera inmolada con el Cordero desde el origen y la fundación del mundo. Esplendor de la oración inmaculada y procreadora de María y de los Ángeles, creados por causa de ella antes del hombre, pero con ella, por su oración, moralmenre procreadores del universo físico. ¿Si los hombres pueden ser, y son físicamente procreadores, por qué María, los Ángeles, los Santos, en pocas palabras, la Iglesia no lo serían moralmente?
De esta manera, surge una protología mariana que viene a completar a una escatología mariana: la intercesión procreadora es también la intercesión consumadora, la Orante obtiene con la Parusía de su Hijo resucitado la resurrección, por él, de todos sus elegidos, en la gloria. María no resucita a los hombres de manera física y directa, inmediata, sino mediatamente, moralmente, por sus súplicas, como anteriormente había cooperado moralmente a la resurrección de su Hijo y a la suya propia.
Incluso diríamos: Cristo, al resucitar a su Madre, la asoció activamente a esta manifestación suprema de su omnipotencia de Resucitado. El Hijo único y bien amado de Dios y de María, el que es la resurrección y la vida, confirió al alma beatificada de su Madre, el poder de obtener de Él la resurrección de los cuerpos mortales. Si otros santos pudieron (como los mismos Apóstoles: Tim 10, 8) la orden y la misión de resucitar a los muertos, no se ve porqué, de una manera general, todos los santos no estarían, en sus almas inmortales y libres, asociados activamente, por Cristo, al misterio de sus resurrecciones corporales en el fin de los tiempos, ni, a fortiori, por qué la Virgen no habría sido ella la primera asociada en su libertad creada y más sublimemente rescatada, al misterio de la resurrección privilegiada y anticipada de su cuerpo mortal, generador de la Vida eterna. Podemos decir, entonces, sobre el modo de la Asunción, que ella consistió en una libre, poderosa y gloriosa oración con miras a la reanimación de su cadáver incorruptible, bajo el actuar supremo del Espíritu vivificante. En este misterio, María no se nos muestra solamente pasiva, sino además, por el don de su Hijo y del Espíritu, activa, supremamente activa.
¿Por otro lado, no mereció, de alguna manera, por su muerte de puro amor, su propia resurrección como había, anteriormente, cooperado con la Encarnación del Verbo?, así como en Nazaret, y luego al pie de la cruz, a la regeneración espiritual de todos los hijos de Adán? La madre muriente y muerta de un Dios mortal y muriente mereció volverse la madre viviente y vivificante de todos los vivientes; la nueva Eva, no solamente durante su vida, sino también en el instante en que, llegado al límite de la caridad, su actuar se hizo supremamente meritorio, no solamente para ella, sino además para los otros: es especialmente en el momento de su propia muerte de amor que María “se convirtió para nosotros, en el orden de la gracia, nuestra madre.” ¿San Juan Damasceno no insinúa que la muerte de María nos confiere la inmortalidad cuando le dice: “Tu cuerpo desapareció en la muerte, sin embargo haces brotar para nosotros las fuentes inagotables de la vida inmortal”.
Al merecer resucitar, bajo la acción del Espíritu, a imagen de su Hijo, (cf Jn 10, 18: tengo el poder de retomar la vida), María mereció, al mismo tiempo, el poder de rogar muy eficazmente por la resurrección de todos sus hijos al fin de los tiempos; Cristo no le negará, sin duda alguna, lo que concedió, en los tiempos de la Iglesia, a los apóstoles: es a través de la libertad creada y glorificada de su Madre que el Hijo de Dios resucitará, a pedido suyo, a todos los muertos; ¿no es esto lo que el Damasceno había intuido cuando escribía, pensando primero -pero tal vez no únicamente, en la eficacia última del consentimiento a la maternidad divina: “María es la fuente de toda resurrección”?
Se podría presentar, todavía, otra razón: la Asunción corporal y espiritual de María, al manifestar la aceptación divina del sacrificio (doble y único) de su compasión al pie de la cruz y de su muerte de amor, constituye la prenda divinamente concedida de la última resurrección gloriosa de todos los elegidos, fruto supremo de su compasión y de su muerte, como de la oración de intercesión, que acompaña a ambos, en favor de este último despliegue de su maternidad espiritual: la glorificación física de todos sus hijos y hermanos en su único Hijo y Hermano; o también, si se prefiere, la prenda de la aceptación de esta oración. Gracias a ella, de una manera misteriosa, la maternidad espiritual será, el último día, indirectamente aunque realmente, física respecto de los cuerpos glorificados de los elegidos.
La Eucaristía se celebra en la Iglesia desde Pentecostés y continuará siendo celebrada hasta el día esta resurrección universal que tiene por prenda el cuerpo sacramental del Hijo de María. En cada misa, Cristo, su Madre y los Santos ofrecen por todos los hombres los méritos de sus muertes pasadas. El sacrificio eucarístico no es solamente el de Cristo, sino además el acto de toda la Iglesia, inclusive de la Iglesia celeste.
Hasta el fin del mundo, hasta la Parusía de Jesús y hasta la suya propia, desde Pentecostés, María ofrece su compasión y su muerte de amor (futura, luego pasada) en unión con la de Jesús, para la salvación del mundo entero. Ella ofrece sin cesar su triple consentimiento a la creación del universo, a la encarnación y a la muerte redentora de su Hijo (en tanto que ella incluye su propia muerte y también nuestras muertes), al Padre, en el Espíritu, con esta muerte, para nuestras resurrecciones gloriosas. Ella integra en esta ofrenda victoriosa la de sus comuniones terrestres de puro amor al cuerpo resucitado de su Hijo.
Ya son cerca de dos mil años que el Corazón inmaculado y resucitado de María ama con un doble amor, espiritual y sensible, a todos los corazones maculados y mortales de los miembros de la Iglesia, que ofrece sin cesar al Padre, junto al Corazón de su Hijo, en el sacrificio eucarístico de la Iglesia, de la que es miembro por excelencia, el ,miembro eminente y supereminente. María ofrece sin cesar, en cada misa, desde su Asunción, su muerte de amor como una súplica por nuestra muerte, con el fin de que esta sea también, gracias a su presencia maternal, una muerte de amor y de puro amor, pero igualmente para nuestra resurrección gloriosa, para que cada uno de nosotros resucite, bajo el soplo del Espíritu vivificante, en el último día.
Esto es todo lo que nos parece oscuramente implicado en la fe de la Iglesia y en su mención de la Virgen Inmaculada, Madre de Dios, cada vez que la oración eucarística es celebrada, desde hace más de quince siglos. La presencia litúrgica de María es la presencia activa y real, en cada renovación de la Cena del Señor, de la oblación amante de su muerte y de su libre albedrío, mediante el cual cooperó moralmente a su propia resurrección, con miras a la resurrección física y gloriosa de todos sus hijos.
La mención de María en las plegarias eucarísticas significa sensiblemente una convicción de la Iglesia: es el seno del glorioso esplendor del misterio de su asunción, es en la visión inmutable del Padre y del Hijo que María está activamente presente en la liturgia de la Iglesia terrestre.
Es viendo frente a frente la decisión creadora de la Trinidad respecto del universo que María, al consentir con él en la adoración, coopera al punto de merecerla en unión con su Hijo encarnado. Si los Ángeles pudieron - y tal es explícitamente el pensamiento de santo Tomás - colaborar en el génesis del hombre, y si están llamados a cooperar más tarde en su gloriosa resurrección ¡cuánto más es evidente que María, inserta (a diferencia de ellos) en la unión hipostática, pudo cooperar no físicamente, sino moralmente, por su intercesión, a la creación y a la culminación del universo así como a su constante conservación entre ambos extremos. Volveremos a este punto en nuestras conclusiones.
En dos pasajes, la Escritura ofrece a semejantes vistas un fundamento alejado al mostrarnos a un Dios que revela a sus amigos, los profetas, sus proyectos (cf Amos 3, 7), un Dios que “espera” el consentimiento de María para encarnarse como para operar el milagro de Caná con miras a la nueva creación, a saber la Iglesia eucarística.
Conclusión.
Los principios fundamentales de la mariología incitana los teólogos a contemplar y expresar la amplitud histórica y cósmica de l maternidad espiritual
de la Madre de Dios.
No podemos ocultar la probable reacción de muchos de nuestros lectores. Sin duda pueden pensar que hemos sugerido aquí, a propósito de la causalidad moral y meritoria de María frente al universo físico, angélico y humano, un hipótesis bella, no contraria a la ortodoxia doctrinal, ciertamente, pero sien embargo insuficientemente probada. En suma, ¡se trataría de opiniones inofensivas, pero extravagantes!
Querríamos responder anteladamente a esta objeción. Porque nos parece desconocer el alcance concreto de los principios fundamentales de la mariología elaborados por diferentes escuelas teológicas y canonizadas por el Magisterio de la Iglesia.
Si se admite el principio de similitud, según el cual “todo don de gracia concedida a una pura criatura fue concedido a la Virgen”, sería un error que se negara un intercesión eficaz de María compasiva, unida a su Hijo crucificado, en favor de la creación, al servicio de los elegidos, del universo físico y de su conservación. En efecto, si los Ángeles pudieron preparar - el término es de santo Tomás- con Dios el génesis y la consumación final de la persona humana en la gloria de su resurrección corporal, no se ve el porqué no ha de reconocerse que la intercesión de la Madre del Dios-Mesías estaría acompañada de un don de gracia análogo e inclusive superior, no sin efecto retroactivo.
Del mismo modo, si María, por su oración pudo obtener la encarnación y la resurrección corporal del Hijo de Dios, ¿cómo negar que sus súplicas hayan podido obtener dones objetivamente menores (creación, conservación y resurrección)?
Pero este principio de similitud no se entiende sino sobre el panorama del un principio más fundamental, el de la eminente singularidad de María como Madre de Dios.
Pío XII hizo suya la expresión que Suárez dio a este principio, precisamente al momento en que se definía dogmáticamente la Asunción: “los misterios de gracia que Dios operó en la Virgen no pueden ser medidos a partir de leyes ordinarias, sino en función de la omnipotencia divina, una vez supuesta la conveniencia de la cosa y la ausencia de toda contradicción o repugnancia en las Escrituras”.
Ahora bien, es claro que Dios podía crear el mundo en consideración a los méritos y a la intercesión (en ese sentido) de la Virgen unida a su Hijo: semejante afirmación no implica ninguna contradicción; significa que Dios inspiró a María una súplica de este género.
No implica, tampoco, ninguna repugnancia frente a los datos de la Escritura: inclusive está en perfecta armonía con ellos, como lo hemos insinuado líneas arriba a propósito de las Bodas de Caná. Incluso hay que considerarla como implícitamente contenida en el ministerio y el don de la maternidad divina.
Por otro lado, así como lo habíamos dicho con anterioridad, este misterio de gracia que constituía la “procreación moral” del universo por los Ángeles, los Santos y María, permanecería, a causa de la caridad incomparablemente más grande que era la de María, un privilegio para ella respecto de ellos.
Potuit, decuit, fecit: este principio tradicional en la mariología del segundo milenio se manifiesta plenamente cuando se trata de afirmar que María, por su meritoria intercesión de Madre y de Cordera de Dios ejerció, incomprarablemente más que los Ángeles y los Santos, un ministerio decisivo en favor de la creación, la consumación y la consumación del universo.
En suma, este ministerio, al menos de manera alejada, implicado desde el principio de la asociación privilegiada de María, nueva Eva, en la obra salvífica del nuevo Adán, principio igualmente inculcado fuertemente por Pío XII en la bula de defininición de la Asunción.
Ahora bien, no deja de ser interesante que el Cardenal Bea, cuyo importante rol en la prepararación de la bula es bien conocido, enseñaba que este principio de asociación privilegiada de María a Cristo Salvador era parte integrante del sentido literal del “protoevangelio” (Gén 3, 15).
Hoy día se reconoce, en general, que la historia de la salvación comienza con la creación. Se puede, entonces, admitir, a la luz de los principios recordados aquí, que el rol intercesor y meritorio de María en la creación del universo estaba ya implícitamente afirmada en el protoevangelio. La Sabiduría de Dios quiso que la Virgen, incapaz de crear el mundo, inclusive a título de instrumento, coopere con la creación por su intercesión, suscitada en ella por el Soplo del Espíritu divino. A partir del Génesis, la mujer prometida era inseparablemente Mater Mesiæ, Mater hominum et Mater mundi.
Se puede comprender de muchas maneras distintas la intercesión meritoria de la Virgen Inmaculada en favor de la creación del mundo.
Se puede pensar, primeramente, que el Espíritu Santo, al conferir a María, a partir de su Inmaculada Concepción, una ciencia excepcional infusa, con miras al cumplimiento de su misión corredentora (según el pensamiento de Suárez), le inspiró una oración en favor de la creación, primer gesto de la historia de la salvación.
Se puede estimar, también, que además María oraba implícitamente por la creación del universo distinto de ella misma, al pedir la Encarnación que la presuponía.
Finalmente, también se puede admitir que al entrar de manera permanente en la visión beatífica por el misterio de su Asunción gloriosa, viendo sin cesar, frente a frente a Dios eterno que hace brotar el universo de la nada para la gloria de su Hijo y de su Espíritu, y al consentir sin cesar en la adoración de este gesto creador poniendo el universo en el ser, María intercede, así, de manera ininterrumpida en favor de la creación continua del universo, ofreciendo los méritos pasados de su consentimiento a la Encarnación redentora y a la pasión de su Hijo, así como de su muerte de amor, a esta intención.
Ninguna de estas tres maneras de comprender la “intercesión procreadora” de María, contradice las otras dos ni tampoco la razón. Las tres, tomadas en conjunto o separadamente, nos parecen manar de una sana aplicación, en la perspectiva de una historia de la salvación considerada en sus implicaciones cósmicas, de los principios fundamentales de la mariología, en tanto que subrayan la trascendencia respecto de otros elegidos de Dios, su similitud privilegiada respecto de Cristo, su Hijo, exigiendo que se reconozca que Dios le ha conferido todos los dones en armonía con su elevación a la maternidad divina y con la misión que de ella se deriva.
A la luz de estos principios, contenidos implícitamente en la Escritura, afirmados por los Padres pre-nicenos por medio de la afirmación (bíblica) de la asociación privilegiada de la nueva Eva con el nuevo Adán, explicitadas por el Magisterio de la Iglesia no está impedido pensar que la intercesión procreadora de la Inmaculada está contenida en el depósito de la Revelación.
Presentando esta profundización grandiosa del campo de expansión de la maternidad espiritual de María, no se puede más que desear ver a la Iglesia Escrutar cada vez más este misterio. Semejante contemplación estaría favorecida por una definición, inclusive mucho más modesta por su objeto, de esta verdad tan bella y tan consoladora: la maternidad espiritual de María, a la vez pasada, presente y futura. Retomemos con nuevos matices nuestras afirmaciones anteriores.
En el pasado de su vida terrestre, María obtuvo para nosotros la vida sobrenatural y divina de la gracia al engendrar a su hijo según la carne con miras a nuestra salvación, y al consentir con su muerte redentora en nuestro favor.
Esta vida divina, nos la confiere sin cesar en el presente, por su intercesión apoyada en sus méritos pasados.
A la hora de la muerte, por los méritos supremos de sus comuniones y de su muerte de amor, María obtiene, con la Indulgencia plenaria del artículo de muerte, la entrada inmediata en la visión beatífica de su hijo y de ella misma, esperando obtener para cada uno de sus hijos divinizados la resurrección corporal.
De esta manera nuestra total glorificación espiritual y corporal será el punto culminante en nuestra relación de filiación espiritual y respecto de la Iglesia, a través de la cual María actúa sin cesar, y respecto de María, Madre de la Iglesia.
Apéndice.
El sentido mariano de los textos sapienciales.
Hemos aludido a lo largo del texto y de sus notas, la larga tradición de exégesis eclesial y espiritual que aplica a la Virgen y a su rol en los designios de Dios predestinador como en la historia de la salvación (incluyendo la creación de la naturaleza) los textos veterotestamentarios relativos a la Sabiduría: Prov 8,22-30; Eclo 24, 5-31; Sab 7, 26-27.
Numerosos exegetas, antiguos y modernos, han hablado de acomodación litúrgicica de aplicación mariana legítima de textos en los que el sentido literal (en el autor humano) o incluso el sentido espiritual querido por el Revelador no había tomado en cuenta a la Virgen María. Después de Canisius y Corneille de la Pierre, dos autores trataron el asunto con más amplitud: M. J. Scheeben y R, M. de la Broise, ambos en la segunda mitad del siglo XIX. Sus diversas consideraciones han arrojado una viva luz sobre el asunto. Conservan una larga actualidad si siempre se les sitúa en el contexto de los principios exegéticos presentados, ex professo, por las constituciones dogmáticas del Concilio Vaticano II, Dei Verbum y Lumen Gentium. No nos proponemos retomar brevemente el tema del alcance mariano en la Revelación divina, es decir, en la intención misma del Revelador tal como sea conocible y reconocible por nosotros, de los textos sapienciales, relativos, a título dependiente y secundario, en un sentido consecuente pero real, a la Virgen María. Si se puede citar trabajos más recientes de exegetas o de autores católicos sobre este asunto,ninguno me parece posterior a los grandes textos del Concilio Vaticano II.
Ahora bien, este Concilio planteó tres principios fundamentales que valen también para lo que tratamos:
1. Para ver claramente lo que Dios mismo ha querido comunicarnos, el exegeta debe, a través del estudio de los “géneros literarios” investigar lo que el hagiógrafo inspirado, ha querido decir, en el contexto cultural de su tiempo.
2. Pero “puesto que la Santa Escritura debe ser leída e interpretada a la luz del mismo Espíritu que la hizo redactar”, sólo es necesario, para descubrir exactamente el sentido de los textos sagrados, poner una mínima atención “al contenido y a la unidad de toda la Escritura (contentum et unitatem totius Scripturæ) teniendo en consideración a la Tradición viva de toda la Iglesia y a la analogía de la fe”.
3. “Los libros del Antiguo Testamento, integralmente retomados en el mensaje evangélico, alcanzan y muestran su completa significación en el Nuevo Testamento al que aportan, en retorno, luz y explicación”, “el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, el Antiguo desvelado en el Nuevo;” “los libros del Antiguo Testamento, leídos en la Iglesia y comprendidos a la luz de la Revelación posterior y completa hacen aparecer progresivamente en una más perfecta claridad la figura de la mujer, Madre del Redentor”.
Vaticano II aplica estos principios explícitamente a muchos textos del Antiguo Testamento (Gén 3, 15; Mi 5,2; Is 7, 14; la Hija de Sión) en los que el Concilio ve la figura de María significada por Dios mismo. NO cita los textos sapienciales enumerados al comienzo de este apéndice.
Nos parece, sin embargo, que se podría aplicar también a estos textos sapienciales los mismos principios con la ayuda de un razonamiento un poco más elaborado. Lo encontramos en Scheeben, de La Broise, Brouyer, Catta.
Citemos al primero:
La sabiduría está colocada al comienzo de todas las vías del Señor, como la primera nacida de la creación entera; en virtud de su origen primero y supremo, ella es la imagen del parecido, la compañía y la ayuda más perfecta de Dios. es de manera eminente la hija de Dios, es decir, a la vez su hija y su esposa, una bajo la forma de la otra, como tal es, frente al mundo, la reina de todos los seres, la madre de la vida y de la luz.
...La Iglesia no estableció por una simple comparación la concordancia de los diversos trazos de nuestra lista con los privilegios de María, conocidos por otro lado. Sin ninguna duda ella, igualmente, ha concluído la unión íntima de María con la persona de la Sabiduría Encarnada que la descripción de esta debe aplicar a María todas las proporciones guardadas. Se puede, entonces, admitir que la aplicación de estos pasajes a María se encontró en las intenciones del Espíritu Santo... María y la Sabiduría Encarnada están unidas de tal manera que los privilegios de la Sabiduría corresponden a María.
En otros términos, Scheeben vincula los tres textos sapienciales ya evocados a la luz del Protoevangelio mismo, iluminado por el Nuevo Testamento; es la unidad de toda la Escritura que le permite comprender una intención divina en la aplicación de esos tres textos a María. Lo que llama en un momento dado “acomodación” releva en realidad, a sus ojos, del sentido literal pleno que tenía en miras no el autor humano e instrumental, sino el único Autor supremo y divino del conjunto de las escrituras, para retomar en otros términos los tres principios de Vaticano II mencionados aquí.
Sin embargo, Scheeben estaba consciente de una dificultad: “nuestros pasajes describen la Sabiduría... principalmente en su origen y su naturaleza supraterrestres”. Agrega justamente: “todas las partes de la descripción no se aplican a ;María de una manera igual”. La respuesta a la objeción recuerda principalmente que la Sabiduría, en nuestros pasajes, no está presentada como “fuera y por encima de toda relación con el mundo, sino como relaciones actuales con el mundo, existente y actuante al interior del mundo”. El Nuevo Testamento nos suministra una norma de interpretación: en Col 1, 17 ss. el Apóstol aplica la descripción de la Sabiduría eterna a Cristo, sabiduría encarnada. El principio de asociación y de conjunción de la nueva Eva con el nuevo Adán, “une a “la descripción de la Sabiduría bajo los trazos de una persona femenina que ejerce en el mundo una influencia parecida a la de la madre en la casa del padre”, nos ayudan a reconocer a María, “cuya ayuda maternal dio la naturaleza humana” de Cristo, en los textos sapienciales aplicables a una pura criatura.
Las transferencias de estos textos a María “la más alta personificación creada de la Sabiduría de Dios” es el efecto de la analogía de la fe que -nos dice el cardenal Bea - es una interpretación de un texto escriturario bajo la luz de la totalidad de la doctrina de la Iglesia, en materia de fe, y al interior de una atención alcanzada al contexto.
La aplicación material de los textos sapienciales aquí examinados, no es, pues, extrínseca sino intrínseca en el sentido pleno y total querido por Dios.
Una vez recordados estos preámbulos, podemos ahora intentar justificar la dependencia en el pensamiento divino del Creador increado, de la creación, de la conservación y de la consumación del mundo respecto de la intercesión meritoria de María inmaculada, la Asociada del Redentor.
Si la sabiduría aparece en los Santos Libros “como la auxiliar de Dios en la creación, en el cumplimiento del tiempo de su designio eterno” si “al principio mismo de la historia de la salvación se encuentra María, trono de la Sabiduría eterna” al punto que María es después de Cristo y antes que todos los otros elegidos, pero en dependencia de su Hijo, causa ejemplar y final de toda la creación, se puede admitir que el Creador quiso inspirar a María una meritoria oración de intercesión por la creación, la conservación y la consumación del universo distinto de ella, sin - sin embargo- servirse de ella para poner el universo en el ser, arrancándolo de la nada. María no es, pues, la sabiduría creadora, sino la pura criatura cuya libertad dependiente participa en alguna manera en el Actuar creador, moralmente, intencionalmente y no sólo físicamente.
En suma, nos parece que al decir con Corneille de la Pierre (1567-1637) y en el contexto de los libros sapienciales, que “Cristo y la Virgen son la idea de la ejemplaridad a partir de la cual Dios creó y dispuso el orden de naturaleza de todo el universo”, estamos invitados a reconocer que su causalidad moral y meritoria de intercesores en el orden de la gracia se acompaña de una causalidad análoga pero distinta en el orden de la naturaleza. Si Cristo, como hombre, pudo merecer y obtener nuestra salvación por su oración sacrificial y si María pudo estar asociada a este mérito de manera dependiente, se puede decir, en honor y para la gloria del Cristo-Mediador y de María, que ellos también, de manera desigual obviamente, merecieron la creación. ¿El (o la) que mereció más, no mereció también lo menos que condiciona ese más? ¿No hay una afinidad entre causalidad ejemplar y final y final de una parte, causalidad moral y meritoria de la otra? ¿El (o la) que constituye el modelo, la razón de ser y el fin de otro, siendo un ser personal dotado de libertad y de una libertad capaz de dirigirse hacia la libertad infinita t todopoderosa, no presenta de una manera particular las condiciones queridas para obtener de esta Libertad infinita la posición en el ser de este otro ser del que es el modelo y el fin?
A la luz de la poderosa intercesión de María, tal como el Nuevo Testamento la presenta en Nazaret y en el Cenáculo, tan poderosa bajo el Soplo divino que, en medio de la analogía de la fe, la Iglesia vio ahí una causa moral y meritoria de las misiones visibles del Hijo y del Espíritu, ¿es absurdo o exagerado concluir retroactivamente que esta misma intercesión, eternamente vista y suscitada por Dios, había obtenido, primeramente, de él la creación por el Verbo y en el Espíritu de este mundo que sus misiones invisibles debían salvar?
¿No estamos en el caso de decir que muchos versículos de los textos sapienciales citados al comienzo de este apéndice “alcanzan y muestran una nueva y más completa significación” cuando son aplicados a María “a la luz de la Revelación posterior y completa del Nuevo Testamento”, para retomar los términos ya mencionados de Vaticano II? Pensamos especialmente en los versículos siguientes:
- “Cuando fundo los cielos, allí estaba yo... cuando fijó sus términos al mar, ....cuando echó los cimientos de la tierra, estaba yo con Él como arquitecto” (Prov 8, 27-30);
- “Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad...gobierna el universo para su bien” ( 7, 26. 30);
-”Yo salí de la boca del Altísimo, y como nube cubrí toda la tierra,. Yo habité en las alturas y mi trono fue columna de nube. (Eclo 24, 5-6).
Si en el pensamiento del Autor supremo y eterno de todas las escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento, la Sabiduría significa no solamente un atributo divino o el Verbo encarnado, sino, además, en dependencia de ellos, su Madre; estos diferentes versículos brillan con una luz nueva cuando se consiente a ver en ellos, también, una alusión al poder espiritualmente “procreador”, por modo de intercesión, de la que fue, por excelencia, la Virgen sabia (cf Mt 25, 8).
Traducido del francés por: José Gálvez Krüger
Director de la Revista Humanidades Studia Limensia.
lunes, 28 de mayo de 2018
DOGMAS MARIANOS.
DOGMAS MARIANOS.
---Dogma de Maternidad Divina de la Santísima Virgen María.
Éfeso
El dogma de la Maternidad Divina se refiere a que la Virgen María es verdadera Madre de Dios. Fue solemnemente definido por el Concilio de Efeso (año 431). Tiempo después, fue proclamado por otros Concilios universales, el de Calcedonia y los de Constantinopla.
El Concilio de Efeso, del año 431, siendo Papa San Clementino I (422-432) definió:
"Si alguno no confesare que el Emmanuel (Cristo) es verdaderamente Dios, y que por tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios, porque parió según la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema."
El Concilio Vaticano II hace referencia del dogma así:
"Desde los tiempos más antiguos, la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles acuden con sus súplicas en todos sus peligros y necesidades" (Constitución Dogmática Lumen Gentium, 66).
---Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen María.
Munificentissimus Deus.
Constitución Apostólica del Papa Pío XII en la que se define como Dogma de Fe la Asunción Corporal de la Virgen María al Cielo (1º de noviembre de 1950).
1. El munificentísimo Dios, que todo lo puede y cuyos planes providentes están hechos con sabiduría y amor, compensa en sus inescrutables designios, tanto en la vida de los pueblos como en la de los individuos, los dolores y las alegrías para que, por caminos diversos y de diversas maneras, todo coopere al bien de aquellos que le aman (cfr. Rom 8, 28).
2. Nuestro Pontificado, del mismo modo que la edad presente, está oprimido por grandes cuidados, preocupaciones y angustias, por las actuales gravísimas calamidades y la aberración de la verdad y de la virtud; pero nos es de gran consuelo ver que, mientras la fe católica se manifiesta en público cada vez más activa, se enciende cada día más la devoción hacia la Virgen Madre de Dios y casi en todas partes es estimulo y auspicio de una vida mejor y más santa, de donde resulta que, mientras la Santísima Virgen cumple amorosísimamente las funciones de madre hacia los redimidos por la sangre de Cristo, la mente y el corazón de los hijos se estimulan a una más amorosa contemplación de sus privilegios.
3. En efecto, Dios, que desde toda la eternidad mira a la Virgen María con particular y plenísima complacencia, «cuando vino la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) ejecutó los planes de su providencia de tal modo que resplandecen en perfecta armonía los privilegios y las prerrogativas que con suma liberalidad le había concedido. Y si esta suma liberalidad y plena armonía de gracia fue siempre reconocida, y cada vez mejor penetrada por la Iglesia en el curso de los siglos, en nuestro tiempo ha sido puesta a mayor luz el privilegio de la Asunción corporal al cielo de la Virgen Madre de Dios, María.
4. Este privilegio resplandeció con nuevo fulgor desde que nuestro predecesor Pío IX, de inmortal memoria, definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de la augusta Madre de Dios. Estos dos privilegios están, en efecto, estrechamente unidos entre sí. Cristo, con su muerte, venció la muerte y el pecado; y sobre el uno y sobre la otra reporta también la victoria en virtud de Cristo todo aquel que ha sido regenerado sobrenaturalmente por el bautismo. Pero por ley general, Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta victoria sobre la muerte, sino cuando haya llegado el fin de los tiempos. Por eso también los cuerpos de los justos se disuelven después de la muerte, y sólo en el último día volverá a unirse cada uno con su propia alma gloriosa.
5. Pero de esta ley general quiso Dios que fuera exenta la bienaventurada Virgen Maria. Ella, por privilegio del todo singular, venció al pecado con su concepción inmaculada; por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo.
6. Por eso, cuando fue solemnemente definido que la Virgen Madre de Dios, María, estaba inmune de la mancha hereditaria de su concepción, los fieles se llenaron de una más viva esperanza de que cuanto antes fuera definido por el supremo magisterio de la Iglesia el dogma de la Asunción corporal al cielo de María Virgen.
7. Efectivamente, se vio que no sólo los fieles particulares, sino los representantes de naciones o de provincias eclesiásticas, y aun no pocos padres del Concilio Vaticano, pidieron con vivas instancias a la Sede Apostólica esta definición.
8. Después, estas peticiones y votos no sólo no disminuyeron, sino que aumentaron de día en día en número e insistencia. En efecto, a este fin fueron promovidas cruzadas de oraciones; muchos y eximios teólogos intensificaron sus estudios sobre este tema, ya en privado, ya en los públicos ateneos eclesiásticos y en las otras escuelas destinadas a la enseñanza de las sagradas disciplinas; en muchas partes del orbe católico se celebraron congresos marianos, tanto nacionales como internacionales. Todos estos estudios e investigaciones pusieron más de relieve que en el depósito de la fe confiado a la Iglesia estaba contenida también la Asunción de María Virgen al cielo, y generalmente siguieron a ello peticiones en que se pedía instantemente a esta Sede Apostólica que esta verdad fuese solemnemente definida.
9. En esta piadosa competición, los fieles estuvieron admirablemente unidos con sus pastores, los cuales, en número verdaderamente impresionante, dirigieron peticiones semejantes a esta cátedra de San Pedro. Por eso, cuando fuimos elevados al trono del Sumo Pontificado, habían sido ya presentados a esta Sede Apostólica muchos millares de tales súplicas de todas partes de la tierra y por toda clase de personas: por nuestros amados hijos los cardenales del Sagrado Colegio, por venerables hermanos arzobispos y obispos de las diócesis y de las parroquias.
10. Por eso, mientras elevábamos a Dios ardientes plegarias para que infundiese en nuestra mente la luz del Espíritu Santo para decidir una causa tan importante, dimos especiales órdenes de que se iniciaran estudios más rigurosos sobre este asunto, y entretanto se recogiesen y ponderasen cuidadosamente todas las peticiones que, desde el tiempo de nuestro predecesor Pío IX, de feliz memoria, hasta nuestros días, habían sido enviadas a esta Sede Apostólica a propósito de la Asunción de la beatísima Virgen María al cielo1.
11. Pero como se trataba de cosa de tanta importancia y gravedad, creímos oportuno pedir directamente y en forma oficial a todos los venerables hermanos en el Episcopado que nos expusiesen abiertamente su pensamiento. Por eso, el 1 de mayo de 1946 les dirigimos la carta Deiparae Virginis Mariae, en la que preguntábamos: «Si vosotros, venerables hermanos, en vuestra eximia sabiduría y prudencia, creéis que la Asunción corporal de la beatísima Virgen se puede proponer y definir como dogma de fe y si con vuestro clero y vuestro pueblo lo deseáis».
12. Y aquellos que «el Espíritu Santo ha puesto como obispos para regir la Iglesia de Dios» (Hch 20, 28) han dado a una y otra pregunta una respuesta casi unánimemente afirmativa. Este «singular consentimiento del Episcopado católico y de los fieles»2, al creer definible como dogma de fe la Asunción corporal al cielo de la Madre de Dios, presentándonos la enseñanza concorde del magisterio ordinario de la Iglesia y la fe concorde del pueblo cristiano, por él sostenida y dirigida, manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que tal privilegio es verdad revelada por Dios y contenida en aquel divino depósito que Cristo confió a su Esposa para que lo custodiase fielmente e infaliblemente lo declarase3. El magisterio de la Iglesia, no ciertamente por industria puramente humana, sino por la asistencia del Espíritu de Verdad (cfr. Jn 14, 26), y por eso infaliblemente, cumple su mandato de conservar perennemente puras e íntegras las verdades reveladas y las transmite sin contaminaciones, sin añadiduras, sin disminuciones. «En efecto, como enseña el Concilio Vaticano, a los sucesores de Pedro no fue prometido el Espíritu Santo para que, por su revelación, manifestasen una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, custodiasen inviolablemente y expresasen con fidelidad la revelación transmitida por los Apóstoles, o sea el depósito de la fe»4. Por eso, del consentimiento universal del magisterio ordinario de la Iglesia se deduce un argumento cierto y seguro para afirmar que la Asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo -la cual, en cuanto a la celestial glorificación del cuerpo virgíneo de la augusta Madre de Dios, no podía ser conocida por ninguna facultad humana con sus solas fuerzas naturales- es verdad revelada por Dios, y por eso todos los fieles de la Iglesia deben creerla con firmeza y fidelidad. Porque, como enseña el mismo Concilio Vaticano, «deben ser creídas por fe divina y católica todas. aquellas cosas que están contenidas en la palabra de Dios, escritas o transmitidas oralmente, y que la Iglesia, o con solemne juicio o con su ordinario y universal magisterio, propone a la creencia como reveladas por Dios» (De fide catholica, cap. 3).
13. De esta fe común de la Iglesia se tuvieron desde la antigüedad, a lo largo del curso de los siglos, varios testimonios, indicios y vestigios; y tal fe se fue manifestando cada vez con más claridad.
14. Los fieles, guiados e instruidos por sus pastores, aprendieron también de la Sagrada Escritura que la Virgen María, durante su peregrinación terrena, llevó una vida llena de preocupaciones, angustias y dolores; y que se verificó lo que el santo viejo Simeón había predicho: que una agudísima espada le traspasaría el corazón a los pies de la cruz de su divino Hijo, nuestro Redentor. Igualmente no encontraron dificultad en admitir que María haya muerto del mismo modo que su Unigénito. Pero esto no les impidió creer y profesar abiertamente que no estuvo sujeta a la corrupción del sepulcro su sagrado cuerpo y que no fue reducida a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo Divino. Así, iluminados por la divina gracia e impulsados por el amor hacia aquella que es Madre de Dios y Madre nuestra dulcísima, han contemplado con luz cada vez más clara la armonía maravillosa de los privilegios que el providentísimo Dios concedió al alma Socia de nuestro Redentor y que llegaron a una tal altísima cúspide a la que jamás ningún ser creado, exceptuada la naturaleza humana de Jesucristo, había llegado.
15. Esta misma fe la atestiguan claramente aquellos innumerables templos dedicados a Dios en honor de María Virgen asunta al cielo y las sagradas imágenes en ellos expuestas a la veneración de los fieles, las cuales ponen ante los ojos de todos este singular triunfo de la bienaventurada Virgen. Además, ciudades, diócesis y regiones fueron puestas bajo el especial patrocinio de la Virgen asunta al cielo; del mismo modo, con la aprobación de la Iglesia, surgieron institutos religiosos, que toman nombre de tal privilegio. No debe olvidarse que en el rosario mariano, cuya recitación tan recomendada es por esta Sede Apostólica, se propone a la meditación piadosa un misterio que, como todos saben, trata de la Asunción de la beatísima Virgen.
16. Pero de modo más espléndido y universal esta fe de los sagrados pastores y de los fieles cristianos se manifiesta por el hecho de que desde la antigüedad se celebra en Oriente y en Occidente una solemne fiesta litúrgica, de la cual los Padres Santos y doctores no dejaron nunca de sacar luz porque, como es bien sabido, la sagrada liturgia «siendo también una profesión de las celestiales verdades, sometida al supremo magisterio de la Iglesia, puede oír argumentos y testimonios de no pequeño valor para determinar algún punto particular de la doctrina cristiana»5.
17. En los libros litúrgicos que contienen la fiesta, bien sea de la Dormición, bien de la Asunción de la Virgen María, se tienen expresiones en cierto modo concordantes al decir que cuando la Virgen Madre de Dios pasó de este destierro, a su sagrado cuerpo, por disposición de la divina Providencia, le ocurrieron cosas correspondientes a su dignidad de Madre del Verbo encarnado y a los otros privilegios que se le habían concedido.
Esto se afirma, por poner un ejemplo, en aquel «Sacramentario» que nuestro predecesor Adriano I, de inmortal memoria, mandó al emperador Carlomagno. En éste se lee, en efecto: «Digna de veneración es para Nos, ¡oh Señor!, la festividad de este día en que la santa Madre de Dios sufrió la muerte temporal, pero no pudo ser humillada por los vínculos de la muerte Aquella que engendró a tu Hijo, Nuestro Señor, encarnado en ella»6.
18. Lo que aquí está indicado con la sobriedad acostumbrada en la liturgia romana, en los libros de las otras antiguas liturgias, tanto orientales como occidentales, se expresa más difusamente y con mayor claridad. El «Sacramentario Galicano», por ejemplo, define este privilegio de María, «inexplicable misterio, tanto más admirable cuanto más singular es entre los hombres». Y en la liturgia bizantina se asocia repetidamente la Asunción corporal de María no sólo con su dignidad de Madre de Dios, sino también con sus otros privilegios, especialmente con su maternidad virginal, preestablecida por un designio singular de la Providencia divina: «A Ti, Dios, Rey del universo, te concedió cosas que son sobre la naturaleza; porque así como en el parto te conservó virgen, así en el sepulcro conservó incorrupto tu cuerpo, y con la divina traslación lo glorificó»7.
19. El hecho de que la Sede Apostólica, heredera del oficio confiado al Príncipe de los Apóstoles de confirmar en la fe a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), y con su autoridad hiciese cada vez más solemne esta fiesta, estimula eficazmente a los fieles a apreciar cada vez más la grandeza de este misterio. Así la fiesta de la Asunsión, del puesto honroso que tuvo desde el comienzo entre las otras celebraciones marianas, llegó en seguida a los más solemnes de todo el ciclo litúrgico. Nuestro predecesor San Sergio I, prescribiendo la letanía o procesión estacional para las cuatro fiestas marianas, enumera junto a la Natividad, la Anunciación, la Purificación y la Dormición de María (Liber Pontificalis). Después San León IV quiso añadir a la fiesta, que ya se celebraba bajo el título de la Asunción de la bienaventurada Madre de Dios, una mayor solemnidad prescribiendo su vigilia y su octava; y en tal circunstancia quiso participar personalmente en la celebración en medio de una gran multitud de fieles (Liber Pontificalis). Además de que ya antiguamente esta fiesta estaba precedida por la obligación del ayuno, aparece claro de lo que atestigua nuestro predecesor San Nicolás I, donde habla de los principales ayunos «que la santa Iglesia romana recibió de la antigüedad y observa todavía»8.
20. Pero como la liturgia no crea la fe, sino que la supone, y de ésta derivan como frutos del árbol las prácticas del culto, los Santos Padres y los grandes doctores, en las homilías y en los discursos dirigidos al pueblo con ocasión de esta fiesta, no recibieron de ella como de primera fuente la doctrina, sino que hablaron de ésta como de cosa conocida y admitida por los fieles; la aclararon mejor; precisaron y profundizaron su sentido y objeto, declarando especialmente lo que con frecuencia los libros litúrgicos habían sólo fugazmente indicado; es decir, que el objeto de la fiesta no era solamente la incorrupción del cuerpo muerto de la bienaventurada Virgen María, sino también su triunfo sobre la muerte y su celestial glorificación a semejanza de su Unigénito.
21. Así San Juan Damasceno, que se distingue entre todos como testigo eximio de esta tradición, considerando la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de los otros privilegios suyos, exclama con vigorosa elocuencia: «Era necesario que Aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitase en los tabernáculos divinos. Era necesario que la Esposa del Padre habitase en los tálamos celestes. Era necesario que Aquella que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había sido inmune al darlo a luz, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Era necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas fuese honrada como Madre y sierva de Dios»9.
22. Estas expresiones de San Juan Damasceno corresponden fielmente a aquellas de otros que afirman la misma doctrina. Efectivamente, palabras no menos claras y precisas se encuentran en los discursos que, con ocasión de la fiesta, tuvieron otros Padres anteriores o contemporáneos. Así, por citar otros ejemplos, San Germán de Constantinopla encontraba que correspondía la incorrupción y Asunción al cielo del cuerpo de la Virgen Madre de Dios no sólo a su divina maternidad, sino también a la especial santidad de su mismo cuerpo virginal: «Tú, como fue escrito, apareces "en belleza" y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo domicilio de Dios; así también por esto es preciso que sea inmune de resolverse en polvo; sino que debe ser transformado, en cuanto humano, hasta convertirse en incorruptible; y debe ser vivo, gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la vida»10. Y otro antiguo escritor dice: «Como gloriosísima Madre de Cristo, nuestro Salvador y Dios, donador de la vida y de la inmortalidad, y vivificada por Él, revestida de cuerpo en una eterna incorruptibilidad con Él, que la resucitó del sepulcro y la llevó consigo de modo que sólo Él conoce»11.
23. Al extenderse y afirmarse la fiesta litúrgica, los pastores de la Iglesia y los sagrados oradores, en número cada vez mayor, creyeron un deber precisar abiertamente y con claridad el objeto de la fiesta y su estrecha conexión con las otras verdades reveladas.
24. Entre los teólogos escolásticos no faltaron quienes, queriendo penetrar más adentro en las verdades reveladas y mostrar el acuerdo entre la razón teológica y la fe, pusieron de relieve que este privilegio de la Asunción de María Virgen concuerda admirablemente con las verdades que nos son enseñadas por la Sagrada Escritura.
25. Partiendo de este presupuesto, presentaron, para ilustrar este privilegio mariano, diversas razones contenidas casi en germen en esto: que Jesús ha querido la Asunción de María al cielo por su piedad filial hacia ella. Opinaban que la fuerza de tales argumentos reposa sobre la dignidad incomparable de la maternidad divina y sobre todas aquellas otras dotes que de ella se siguen: su insigne santidad, superior a la de todos los hombres y todos los ángeles; la íntima unión de María con su Hijo, y aquel amor sumo que el Hijo tenía hacia su dignísima Madre.
26. Frecuentemente se encuentran después teólogos y sagrados oradores que, sobre las huellas de los Santos Padres12 para ilustrar su fe en la Asunción, se sirven con una cierta libertad de hechos y dichos de la Sagrada Escritura. Así, para citar sólo algunos testimonios entre los más usados, los hay que recuerdan las palabras del salmista: «Ven, ¡oh Señor!, a tu descanso, tú y el arca de tu santificación» (Sal 131, 8), y ven en el «arca de la alianza», hecha de madera incorruptible y puesta en el templo del Señor, como una imagen del cuerpo purísimo de María Virgen, preservado de toda corrupción del sepulcro y elevado a tanta gloria en el cielo. A este mismo fin describen a la Reina que entra triunfalmente en el palacio celeste y se sienta a la diestra del divino Redentor (Sal 44, 10, 14-16), lo mismo que la Esposa de los Cantares, «que sube por el desierto como una columna de humo de los aromas de mirra y de incienso» para ser coronada (Cant 3, 6; cfr. 4, 8; 6, 9). La una y la otra son propuestas como figuras de aquella Reina y Esposa celeste, que, junto a su divino Esposo, fue elevada al reino de los cielos.
27. Además, los doctores escolásticos vieron indicada la Asunción de la Virgen Madre de Dios no sólo en varias figuras del Antiguo Testamento, sino también en aquella Señora vestida de sol, que el apóstol Juan contempló en la isla de Patmos (Ap 12, 1s.). Del mismo modo, entre los dichos del Nuevo Testamento consideraron con particular interés las palabras «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres» (Lc 1, 28), porque veían en el misterio de la Asunción un complemento de la plenitud de gracia concedida a la bienaventurada Virgen y una bendición singular, en oposición a la maldición de Eva.
28. Por eso, al comienzo de la teología escolástica, el piadoso Amadeo, obispo de Lausana, afirma que la carne de María Virgen permaneció incorrupta («no se puede creer, en efecto, que su cuerpo viese la corrupción»), porque realmente se reunió a su alma, y junto con ella fue envuelta en altísima gloria en la corte celeste. «Era llena de gracia y bendita entre las mujeres» (Lc 1, 28). «Ella sola mereció concebir al Dios verdadero del Dios verdadero, y le parió virgen, le amamantó virgen, estrechándole contra su seno, y le prestó en todo sus santos servicios y homenajes»13.
29. Entre los sagrados escritores que en este tiempo, sirviéndose de textos escriturísticos o de semejanza y analogía, ilustraron y confirmaron la piadosa creencia de la Asunción, ocupa un puesto especial el doctor evangélico San Antonio de Padua. En la fiesta de la Asunción, comentando las palabras de Isaías «Glorificaré el lugar de mis pies» (Is 60, 13), afirmó con seguridad que el divino Redentor ha glorificado de modo excelso a su Madre amadísima, de la cual había tomado carne humana. «De aquí se deduce claramente, dice, que la bienaventurada Virgen María fue asunta con el cuerpo que había sido el sitio de los pies del Señor». Por eso escribe el salmista: «Ven, ¡oh Señor!, a tu reposo, tú y el Arca de tu santificación». Como Jesucristo, dice el santo, resurgió de la muerte vencida y subió a la diestra de su Padre, así «resurgió también el Arca de su santificación, porque en este día la Virgen Madre fue asunta al tálamo celeste»14.
30. Cuando en la Edad Media la teología escolástica alcanzó su máximo esplendor, San Alberto Magno, después de haber recogido, para probar esta verdad, varios argumentos fundados en la Sagrada Escritura, la tradición, la liturgia y la razón teológica, concluye: «De estas razones y autoridades y de muchas otras es claro que la beatísima Madre de Dios fue asunta en cuerpo y alma por encima de los coros de los ángeles. Y esto lo creemos como absolutamente verdadero»15. Y en un discurso tenido el día de la Anunciación de María, explicando estas palabras del saludo del ángel «Dios te salve, llena eres de gracia...», el Doctor Universal compara a la Santísima Virgen con Eva y dice expresamente que fue inmune de la cuádruple maldición a la que Eva estuvo sujeta 16.
31. El Doctor Angélico, siguiendo los vestigios de su insigne maestro, aunque no trató nunca expresamente la cuestión, sin embargo, siempre que ocasionalmente habla de ella, sostiene constantemente con la Iglesia que junto al alma fue asunto al cielo también el cuerpo de María17.
32. Del mismo parecer es, entre otros muchos, el Doctor Seráfico, el cual sostiene como absolutamente cierto que del mismo modo que Dios preservó a María Santísima de la violación del pudor y de la integridad virginal en la concepción y en el parto, así no permitió que su cuerpo se deshiciese en podredumbre y ceniza18. Interpretando y aplicando a la bienaventurada Virgen estas palabras de la Sagrada Escritura «¿Quién es esa que sube del desierto, llena de delicias, apoyada en su amado?» (Cant 8, 5), razona así: «Y de aquí puede constar que está allí (en la ciudad celeste) corporalmente... Porque, en efecto..., la felicidad no sería plena si no estuviese en ella personalmente, porque la persona no es el alma, sino el compuesto, y es claro que está allí según el compuesto, es decir, con cuerpo y alma, o de otro modo no tendría un pleno gozo»19.
33. En la escolástica posterior, o sea en el siglo XV, San Bernardino de Siena, resumiendo todo lo que los teólogos de la Edad Media habían dicho y discutido a este propósito, no se limitó a recordar las principales consideraciones ya propuestas por los doctores precedentes, sino que añadió otras. Es decir, la semejanza de la divina Madre con el Hijo divino, en cuanto a la nobleza y dignidad del alma y del cuerpo -porque no se puede pensar que la celeste Reina esté separada del Rey de los cielos-, exige abiertamente que «María no debe estar sino donde está Cristo»20; además es razonable y conveniente que se encuentren ya glorificados en el cielo el alma y el cuerpo, lo mismo que del hombre, de la mujer; en fin, el hecho de que la Iglesia no haya nunca buscado y propuesto a la veneración de los fieles las reliquias corporales de la bienaventurada Virgen suministra un argumento que puede decirse «como una prueba sensible»21.
34. En tiempos más recientes, las opiniones mencionadas de los Santos Padres y de los doctores fueron de uso común. Adhiriéndose al pensamiento cristiano transmitido de los siglos pasados. San Roberto Belarmino exclama: «¿Y quién, pregunto, podría creer que el arca de la santidad, el domicilio del Verbo, el templo del Espíritu Santo, haya caído? Mi alma aborrece el solo pensamiento de que aquella carne virginal que engendró a Dios, le dio a luz, le alimentó, le llevó, haya sido reducida a cenizas o haya sido dada por pasto a los gusanos »22.
35. De igual manera, San Francisco de Sales, después de haber afirmado no ser lícito dudar que Jesucristo haya ejecutado del modo más perfecto el mandato divino por el que se impone a los hijos el deber de honrar a los propios padres, se propone esta pregunta: «¿Quién es el hijo que, si pudiese, no volvería a llamar a la vida a su propia madre y no la llevaría consigo después de la muerte al paraíso?»23. Y San Alfonso escribe: «Jesús preservó el cuerpo de María de la corrupción, porque redundaba en deshonor suyo que fuese comida de la podredumbre aquella carne virginal de la que Él se había vestido» 24.
36. Aclarado el objeto de esta fiesta, no faltaron doctores que más bien que ocuparse de las razones teológicas, en las que se demuestra la suma conveniencia de la Asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo, dirigieron su atención a la fe de la Iglesia, mística Esposa de Cristo, que no tiene mancha ni arruga (cfr. Ef 5, 27), la cual es llamada por el Apóstol «columna y sostén de la verdad» (1 T"im 3, 15), y, apoyados en esta fe común, sostuvieron que era temeraria, por no decir herética, la sentencia contraria. En efecto, San Pedro Canisio, entre muchos otros, después de haber declarado que el término Asunción significa glorificación no sólo del alma, sino también del cuerpo, y después de haber puesto de relieve que la Iglesia ya desde hace muchos siglos, venera y celebra solemnemente este misterio mariano, dice: «Esta sentencia está admitida ya desde hace algunos siglos y de tal manera fija en el alma de los piadosos fieles y tan aceptada en toda la Iglesia, que aquellos que niegan que el cuerpo de María haya sido asunto al cielo, ni siquiera pueden ser escuchados con paciencia, sino abochornados por demasiado tercos o del todo temerarios y animados de espíritu herético más bien que católico»25.
37. Por el mismo tiempo, el Doctor Eximio, puesta como norma de la mariología que «los misterios de la gracia que Dios ha obrado en la Virgen no son medidos por las leyes ordinarias, sino por la omnipotencia de Dios, supuesta la conveniencia de la cosa en sí mismo y excluida toda contradicción o repugnancia por parte de la Sagrada Escritura»26, fundándose en la fe de la Iglesia en el tema de la Asunción, podía concluir que este misterio debía creerse con la misma firmeza de alma con que debía creerse la Inmaculada Concepción de la bienaventurada Virgen, y ya entonces sostenía que estas dos verdades podían ser definidas.
38. Todas estas razones y consideraciones de los Santos Padres y de los teólogos tienen como último fundamento la Sagrada Escritura, la cual nos presenta al alma de la Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo y siempre partícipe de su suerte. De donde parece casi imposible imaginarse separada de Cristo, si no con el alma, al menos con el cuerpo, después de esta vida, a Aquella que lo concibió, le dio a luz, le nutrió con su leche, lo llevó en sus brazos y lo apretó a su pecho. Desde el momento en que nuestro Redentor es hijo de Maria, no podía, ciertamente, como observador perfectísimo de la divina ley, menos de honrar, además de al Eterno Padre, también a su amadísima Madre. Pudiendo, pues, dar a su Madre tanto honor al preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que lo hizo realmente.
39. Pero ya se ha recordado especialmente que desde el siglo II María Virgen es presentada por los Santos Padres como nueva Eva estrechamente unida al nuevo Adán, si bien sujeta a él, en aquella lucha contra el enemigo infernal que, como fue preanunciado en el protoevangelio (Gn 3, 15), habría terminado con la plenísima victoria sobre el pecado y sobre la muerte, siempre unidos en los escritos del Apóstol de las Gentes (cfr. Rom cap. 5 et 6; 1 Cor 15, 21-26; 54-57). Por lo cual, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esta victoria, así también para María la común lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; porque, como dice el mismo Apóstol, «cuando... este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad, entonces sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida en la victoria» (1 Cor 15, 54).
40. De tal modo, la augusta Madre de Dios, arcanamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad «con un mismo decreto»27 de predestinación, inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa Socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro y vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos (cfr. 1 T"im 1, 17).
41. Y como la Iglesia universal, en la que vive el Espíritu de Verdad, que la conduce infaliblemente al conocimiento de las verdades reveladas, en el curso de los siglos ha manifestado de muchos modos su fe, y como los obispos del orbe católico, con casi unánime consentimiento, piden que sea definido como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo -verdad fundada en la Sagrada Escritura, profundamente arraigada en el alma de los fieles, confirmada por el culto eclesiástico desde tiempos remotísimos, sumamente en consonancia con otras verdades reveladas, espléndidamente ilustrada y explicada por el estudio de la ciencia y sabiduría de los teólogos-, creemos llegado el momento preestablecido por la providencia de Dios para proclamar solemnemente este privilegio de María Virgen.
42. Nos, que hemos puesto nuestro pontificado bajo el especial patrocinio de la Santísima Virgen, a la que nos hemos dirigido en tantas tristísimas contingencias; Nos, que con rito público hemos consagrado a todo el género humano a su Inmaculado Corazón y hemos experimentado repetidamente su validísima protección, tenemos firme confianza de que esta proclamación y definición solemne de la Asunción será de gran provecho para la Humanidad entera, porque dará gloria a la Santísima Trinidad, a la que la Virgen Madre de Dios está ligada por vínculos singulares. Es de esperar, en efecto, que todos los cristianos sean estimulados a una mayor devoción hacia la Madre celestial y que el corazón de todos aquellos que se glorían del nombre cristiano se mueva a desear la unión con el Cuerpo Místico de Jesucristo y el aumento del propio amor hacia Aquella que tiene entrañas maternales para todos los miembros de aquel Cuerpo augusto. Es de esperar, además, que todos aquellos que mediten los gloriosos ejemplos de María se persuadan cada vez más del valor de la vida humana, si está entregada totalmente a la ejecución de la voluntad del Padre Celeste y al bien de los prójimos; que, mientras el materialismo y la corrupción de las costumbres derivadas de él amenazan sumergir toda virtud y hacer estragos de vidas humanas, suscitando guerras, se ponga ante los ojos de todos de modo luminosísimo a qué excelso fin están destinados los cuerpos y las almas; que, en fin, la fe en la Asunción corporal de María al cielo haga más firme y más activa la fe en nuestra resurrección.
43. La coincidencia providencial de este acontecimiento solemne con el Año Santo que se está desarrollando nos es particularmente grata; porque esto nos permite adornar la frente de la Virgen Madre de Dios con esta fúlgida perla, a la vez que se celebra el máximo jubileo, y dejar un monumento perenne de nuestra ardiente piedad hacia la Madre de Dios.
44. Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste.
45. Por eso, si alguno, lo que Dios no quiera, osase negar o poner en duda voluntariamente lo que por Nos ha sido definido, sepa que ha caído de la fe divina y católica.
46. Para que nuestra definición de la Asunción corporal de María Virgen al cielo sea llevada a conocimiento de la Iglesia universal, hemos querido que conste para perpetua memoria esta nuestra carta apostólica; mandando que a sus copias y ejemplares, aun impresos, firmados por la mano de cualquier notario público y adornados del sello de cualquier persona constituida en dignidad eclesiástica, se preste absolutamente por todos la misma fe que se prestaría a la presente si fuese exhibida o mostrada.
47. A ninguno, pues, sea lícito infringir esta nuestra declaración, proclamación y definición u oponerse o contravenir a ella. Si alguno se atreviere a intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de sus santos apóstoles Pedro y Pablo.
Nos, PÍO, Obispo de la Iglesia católica, definiéndolo así, lo hemos suscrito.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el año del máximo Jubileo de mil novecientos cincuenta, el día primero del mes de noviembre, fiesta de Todos los Santos, el año duodécimo de nuestro pontificado.
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1 Petitiones de Asumptione corporea B. Virginis Mariae in coelum definienda ad S. Sedem delatae; 2 vol., Typis Polyglottis Vaticanis, 1942.
2 Bula Ineffabilis Deus, Acta P¡¡ IX, p. 1, vol. 1, p. 615.
3 Cfr. Conc. Vat. De fide catholica, cap. 4.
4 Conc. Vat. Const. De ecclesia Christi, cap. 4.
5 Carta encíclica Mediator Dei, A. A. S., vol. 39, p. 541.
6 Sacramentarium Gregorianum.
7 Menaei totius anni.
8 «Responsa Nicolai Papae I ad consulta Bulgarorum».
9 S. loan Damasc., Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom. II, 14; cfr. etiam ibíd., n. 3.
10 San Germ. Const., In Sanctae Dei Genitricis Dormitionem, sermón I.
11 Encomium in Dormitionem Sanctissimae Dominae nostrae Deiparae semperque Virginis Mariae. S. Modesto Hierosol, attributum I, núm. 14.
12 Cfr. Ioan Damasc., Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom. II, 2, 11; Encomium in Dormitionem, S. Modesto Hierosol, attributum.
13 Amadeus Lausannensis, De Beatae Virginis obitu, Assumptione in caelum, exaltatione ad Filii dexteram.
14 San Antonius Patav., Sermones dominicales et in solemnitatibus. In Assumptione S. Mariae Virginit sermo.
15 S. Albertus Magnus, Mariale sive quaestionet super Evang. Missut est, q. 132.
16 S. Albertus Magnus, Sermones de sanctis, sermón 15: In Anuntiatione B. Mariae, cfr. Etiam Mariale, q. 132.
17 Cfr. Summa Theol., 3, q. 27, a. 1 c.; ibíd., q. 83, a. 5 ad 8, Expositio salutationis angelicae, In symb., Apostolorum expositio, art. 5; In IV Sent., d. 12, q. 1, art. 3, sol. 3; d: 43, q. 1, art. 3, sol. 1 et 2.
18 Cfr. S. Bonaventura, De Nativitate B. Mariae Virginis, sermón 5.
19 S. Bonaventura, De Assumptione B. Mariae Virginis, sermón 1.
20 S. Bernardinus Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón 2.
21 S. Bernardinus Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón 2.
22 S. Robertus Bellarminus, Canciones habitae Lovanii, canción 40: De Assumptionae B. Mariae Virginis.
23 Oeuvres de St. François de Sales, sermon autographe pour la fete de l"Assumption.
24 S. Alfonso M. de Ligouri, Le glorie di Maria, parte II, disc. 1.
25 S. Petrus Canisius, De Maria Virgine.
26 Suárez, F, In tertiam partem D. Thomae, quaest. 27, art. 2, disp. 3, sec. 5, n. 31.
27 Bula Ineffabilis Deus, 1 c, p. 599.
http://ec.aciprensa.com/wiki/Dogma_de_la_Asunci%C3%B3n_de_la_Sant%C3%ADsima_Virgen_Mar%C3%ADa
---Dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María.
Cada 8 de diciembre, la Iglesia celebra el dogma de fe que nos revela que, por la gracia de Dios, la Virgen María fue preservada del pecado desde el momento de su concepción, es decir desde el instante en que María comenzó la vida humana.
Hufaexp07-84g.
El 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus, el Papa Pío IX proclamó este dogma:
Pura 4.
"...declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles..."
(Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1854)
Hufaexp07-79g.
María es la "llena de gracia", del griego "kecharitomene" que significa una particular abundancia de gracia, es un estado sobrenatural en el que el alma está unida con el mismo Dios. María como la Mujer esperada en el Protoevangelio (Gn. 3, 15) se mantiene en enemistad con la serpiente porque es llena de gracia.
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Las devociones a la Inmaculada Virgen María son numerosas, y entre sus devotos destacan santos como San Francisco de Asís y San Agustín. Además la devoción a la Concepción Inmaculada de María fue llevada a toda la Iglesia de Occidente por el Papa Sixto IV, en 1483.
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El camino para la definición dogmática de la Concepción Inmaculada de María fue trazado por el franciscano Duns Scotto. Se dice que al encontrarse frente a una estatua de la Virgen María hizo esta petición: "Dignare me laudare te: Virgo Sacrata" (Oh Virgen sacrosanta dadme las palabras propias para hablar bien de Ti).
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Y luego el franciscano hizo estos cuestionamientos:
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1. ¿A Dios le convenía que su Madre naciera sin mancha del pecado original?
Sí, a Dios le convenía que su Madre naciera sin ninguna mancha. Esto es lo más honroso, para Él.
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2. ¿Dios podía hacer que su Madre naciera sin mancha de pecado original?
Sí, Dios lo puede todo, y por tanto podía hacer que su Madre naciera sin mancha: Inmaculada.
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3. ¿Lo que a Dios le conviene hacer lo hace? ¿O no lo hace? Todos respondieron: Lo que a Dios le conviene hacer, lo que Dios ve que es mejor hacerlo, lo hace.
Pura 7.
Entonces Scotto exclamó:
Luego
1. Para Dios era mejor que su Madre fuera Inmaculada: o sea sin mancha del pecado original.
2. Dios podía hacer que su Madre naciera Inmaculada: sin mancha
3. Por lo tanto: Dios hizo que María naciera sin mancha del pecado original. Porque Dios cuando sabe que algo es mejor hacerlo, lo hace.
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La Virgen María es Inmaculada gracias a Cristo su hijo, puesto que Él iba a nacer de su seno es que Dios la hizo Inmaculada para que tenga un vientre puro donde encarnarse. Ahí se demuestra cómo Jesús es Salvador en la guarda de Dios con María y la omnipotencia del Padre se revela como la causa de este don. Así, María nunca se inclinó ante las concupiscencias y su grandeza demuestra que como ser humano era libre pero nunca ofendió a Dios y así no perdió la enorme gracia que Él le otorgó.
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La Inmaculada Virgen María nos muestra la necesidad de tener un corazón puro para que el Señor Jesús pueda vivir en nuestro interior y de ahí naciese la Salvación. Y consagrarnos a ella nos lleva a que nuestra plegaria sea el medio por el cual se nos revele Jesucristo plenamente y nos lleve al camino por el cual seremos colmados por el Espíritu Santo.
Purísima 3.
BULA "INEFFABILIS DEUS" Epístola apostólica de Pío IX Del 8 de diciembre de 1854
SOBRE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
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María en los planes de Dios.El inefable Dios, cuya conducta es misericordia y verdad, cuya voluntad es omnipotencia y cuya sabiduría alcanza de límite a límite con fortaleza y dispone suavemente todas las cosas, habiendo, previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano, que había de provenir de la transgresión de Adán, y habiendo decretado, con plan misterioso escondido desde la eternidad, llevar al cabo la primitiva obra de su misericordia, con plan todavía más secreto, por medio de la encarnación del Verbo, para que no pereciese el hombre impulsado a la culpa por la astucia de la diabólica maldad y para que lo que iba a caer en el primer Adán fuese restaurado más felizmente en el segundo, eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia. Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios.
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Y, por cierto era convenientísimo que brillase siempre adornada de los resplandores de la perfectísima santidad y que reportase un total triunfo de la antigua serpiente, enteramente inmune aun de la misma mancha de la culpa original, tan venerable Madre, a quien Dios Padre dispuso dar a su único Hijo, a quien ama como a sí mismo, engendrado como ha sido igual a sí de su corazón, de tal manera que naturalmente fuese uno y el mismo Hijo común de Dios Padre y de la Virgen, y a la que el mismo Hijo en persona determinó hacer sustancialmente su Madre y de la que el Espíritu Santo quiso e hizo que fuese concebido y naciese Aquel de quien él mismo procede.
Ecce.
2. Sentir de la Iglesia respecto a la concepción inmaculada. Ahora bien, la Iglesia católica, que, de continuo enseñada por el Espíritu Santo, es columna y fundamento firme de la verdad, jamás desistió de explicar, poner de manifiesto y dar calor, de variadas e ininterrumpidas maneras y con hechos cada vez más espléndidos, a la original inocencia de la augusta Virgen, junto con su admirable santidad, y muy en consonancia con la altísima dignidad de Madre de Dios, por tenerla como doctrina recibida de lo alto y contenida en el depósito de la revelación. Pues esta doctrina, en vigor desde las más antiguas edades, íntimamente inoculada en los espíritus de los fieles, y maravillosamente propagada por el mundo católico por los cuidados afanosos de los sagrados prelados, espléndidamente la puso de relieve la Iglesia misma cuando no titubeó en proponer al público culto y veneración de los fieles la Concepción de la misma Virgen.
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Ahora bien, con este glorioso hecho, por cierto presentó al culto la Concepción de la misma Virgen como algo singular, maravilloso y muy distinto de los principios de los demás hombres y perfectamente santo, por no celebrar la Iglesia, sino festividades de los santos. Y por eso acostumbró a emplear en los oficios eclesiásticos y en la sagrada liturgia aún las mismísimas palabras que emplean las divinas Escrituras tratando de la Sabiduría increada y describiendo sus eternos orígenes, y aplicarla a los principios de la Virgen, los cuales habían sido predeterminados con un mismo decreto, juntamente con la encarnación de la divina Sabiduría.
Grabado litografia.
Y aun cuando todas estas cosas, admitidas casi universalmente por los fieles, manifiesten con qué celo haya mantenido también la misma romana Iglesia, madre y maestra de todas las iglesias, la doctrina de la Concepción Inmaculada de la Virgen, sin embargo de eso, los gloriosos hechos de esta Iglesia son muy dignos de ser uno a uno enumerados, siendo como es tan grande su dignidad y autoridad, cuanta absolutamente se debe a la que es centro de la verdad y unidad católica, en la cual sola ha sido custodiada inviolablemente la religión y de la cual todas las demás iglesias han de recibir la tradición de la fe. Así que la misma romana Iglesia no tuvo más en el corazón que profesar, propugnar, propagar y defender la Concepción Inmaculada de la Virgen, su culto y su doctrina, de las maneras más significativas.
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3. Favor prestado por los papas al culto de la Inmaculada. Muy clara y abiertamente por cierto testimonian y declaran esto tantos insignes hechos de los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, a quienes en la persona del Príncipe de los Apóstoles encomendó el mismo Cristo Nuestro Señor el supremo cuidado y potestad de apacentar los corderos y las ovejas, de robustecer a los hermanos en la fe y de regir y gobernar la universal Iglesia.
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Ahora bien, nuestros predecesores se gloriaron muy mucho de establecer con su apostólica autoridad, en la romana Iglesia la fiesta de la Concepción, y darle más auge y esplendor con propio oficio y misa propia, en los que clarísimamente se afirmaba la prerrogativa de la inmunidad de la mancha hereditaria, y de promover y ampliar con toda suerte de industrias el culto ya establecido, ora con la concesión de indulgencias, ora con el permiso otorgado a las ciudades, provincias y reinos de que tomasen por patrona a la Madre de Dios bajo el título de la Inmaculada Concepción, ora con la aprobación de sodalicios, congregaciones, institutos religiosos fundados en honra de la Inmaculada Concepción, ora alabando la piedad de los fundadores de monasterios, hospitales, altares, templos bajo el título de la Inmaculada Concepción, o de los que se obligaron con voto a defender valientemente la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios.
Grandísima alegría sintieron además en decretar que la, festividad de la Concepción debía considerarse por toda la Iglesia exactamente como la de la Natividad, y que debía celebrarse por la universal Iglesia con octava, y que debía ser guardada santamente por todos como las de precepto, y que había de haber capilla papal en nuestra patriarcal basílica Liberiana anualmente el día dedicado a la Concepción de la Virgen. Y deseando fomentar cada día más en las mentes de los fieles el conocimiento de la doctrina de la Concepción Inmaculada de María Madre de Dios y estimularles al culto y veneración de la misma Virgen concebida sin mancha original, gozáronse en conceder, con la mayor satisfacción posible, permiso para que públicamente se proclamase en las letanías lauretanas, y en él mismo prefacio de la misa, la Inmaculada Concepción de la Virgen, y se estableciese de esa manera con la ley misma de orar la norma de la fe. Nos, además, siguiendo fielmente las huellas de tan grandes predecesores, no sólo tuvimos por buenas y aceptamos todas las cosas piadosísima y sapientísimamente por los mismos establecidas, sino también, recordando lo determinado por Sixto IV, dimos nuestra autorización al oficio propio de la Inmaculada Concepción y de muy buen grado concedimos su uso a la universal Iglesia.
4. Débese a los papas la determinación exacta del culto de la InmaculadaMas, como quiera que las cosas relacionadas con el culto está intima y totalmente ligadas con su objeto, y no pueden permanecer firmes en su buen estado si éste queda envuelto en la vaguedad y ambigüedad, por eso nuestros predecesores romanos Pontífices, qué se dedicaron con todo esmero al esplendor del culto de la Concepción, pusieron también todo su empeño en esclarecer e inculcar su objeto y doctrina. Pues con plena claridad enseñaron que se trataba de festejar la concepción de la Virgen, y proscribieron, como falsa y muy lejana a la mente de la Iglesia, la opinión de los que opinaban y afirmaban que veneraba la Iglesia, no la concepción, sino la santificación. Ni creyeron que debían tratar con suavidad a los que, con el fin de echar por tierra la doctrina de la Inmaculada Concepción de la Virgen, distinguiendo entre el primero o y segundo instante y momento de la concepción, afirmaban que ciertamente se celebraba la concepción, mas no en el primer instante y momento. Pues nuestros mismos predecesores juzgaron que era su deber defender y propugnar con todo celo, como verdadero Objeto del culto, la festividad de la Concepción de la santísima Virgen, y concepción en el primer instante. De ahí las palabras verdaderamente decisivas con que Alejandro VII, nuestro predecesor, declaró la clara mente de la Iglesia, diciendo: Antigua por cierto es la piedad de los fieles cristianos para con la santísima Madre Virgen María, que sienten que su alma, en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo, fue preservada inmune de la mancha del pecado original, por singular gracia y privilegio de Dios, en atención a los méritos de su hijo Jesucristo, redentor del género humano, y que, en este sentido, veneran y celebran con solemne ceremonia la fiesta de su Concepción. (Const. "Sollicitudo omnium Ecclesiarum", 8 de diciembre de 1661).
Y, ante todas cosas, fue costumbre también entre los mismos predecesores nuestros defender, con todo cuidado, celo y esfuerzo, y mantener incólume la doctrina de la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios. Pues no solamente no toleraron en modo alguno que se atreviese alguien a mancillar y censurar la doctrina misma, antes, pasando más adelante, clarísima y repetidamente declararon que la doctrina con la que profesamos la Inmaculada Concepción de la Virgen era y con razón se tenía por muy en armonía con el culto eclesiástico y por antigua y casi universal, y era tal que la romana Iglesia se había encargado de su fomento y defensa y que era dignísima que se le diese cabida en la sagrada liturgia misma y en las oraciones públicas
5. Los papas prohibieron la doctrina contraria. Y, no contentos con esto, para que la doctrina misma de la Concepción Inmaculada de la Virgen permaneciese intacta, prohibieron severamente que se pudiese defender pública o privadamente la opinión contraria a esta doctrina y quisieron acabar con aquella a fuerza de múltiples golpes mortales.
Esto no obstante, y a pesar de repetidas y clarísimas declaraciones, pasaron a las sanciones, para que estas no fueran vanas. Todas estas cosas comprendió el citado predecesor nuestro Alejandro VII con estas palabras:
"Nos, considerando que la Santa Romana Iglesia celebra solemnemente la festividad de la Inmaculada siempre Virgen María, y que dispuso en otro tiempo un oficio especial y propio acerca de esto, conforme a la piadosa, devota, y laudable práctica que entonces emanó de Sixto IV, Nuestro Predecesor: y queriendo, a ejemplo de los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, favorecer a esta laudable piedad y devoción y fiesta, y al culto en consonancia con ella, y jamás cambiado en la Iglesia Romana después de la institución del mismo, y (queriendo), además, salvaguardar esta piedad y devoción de venerar y celebrar la Santísima Virgen preservada del pecado original, claro está, por la gracia proveniente del Espíritu Santo; y deseando conservar en la grey de Cristo la unidad del espíritu en los vínculos de la paz (Efes. 4, 3), apaciguados los choques y contiendas y, removidos los escándalos: en atención a la instancia a Nos presentada y a las preces de los mencionados Obispos con los cabildos de sus iglesias y del rey Felipe y de sus reinos; renovamos las Constituciones y decretos promulgados por los Romanos Pontífices, Nuestro Predecesores, y principalmente por Sixto IV, Pablo V y Gregorio XV en favor de la sentencia que afirma que el alma de Santa María Virgen en su creación, en la infusión del cuerpo fue obsequiada con la gracia del Espíritu Santo y preservada del pecado original y en favor también de la fiesta y culto de la Concepción de la misma Virgen Madre de Dios, prestado, según se dice, conforme a esa piadosa sentencia, y mandamos que se observe bajo las censuras y penas contenidas en las mismas Constituciones.
Y además, a todos y cada uno de los que continuaren interpretando las mencionadas Constituciones o decretos, de suerte que anulen el favor dado por éstas a dicha sentencia y fiesta o culto tributado conforme a ella, u osaren promover una disputa sobre esta misma sentencia, fiesta o culto, o hablar, predicar, tratar, disputar contra estas cosas de cualquier manera, directa o indirectamente o con cualquier pretexto, aún examinar su definibilidad, o de glosar o interpretar la Sagrada Escritura o los Santos Padres o Doctores, finalmente con cualquier pretexto u ocasión por escrito o de palabra, determinando y afirmando cosa alguna contra ellas, ora aduciendo argumentos contra ellas y dejándolos sin solución, ora discutiendo de cualquier otra manera inimaginable; fuera de las penas y censuras contenidas en las Constituciones de Sixto IV, a las cuales queremos someterles, y por las presentes les sometemos, queremos también privarlos del permiso de predicar, dar lecciones públicas, o de enseñar, y de interpretar, y de voz activa y pasiva en cualesquiera elecciones por el hecho de comportarse de ese modo y sin otra declaración alguna en las penas de inhabilidad perpetua para predicar y dar lecciones públicas, enseñar e interpretar; y que no pueden ser absueltos o dispensados de estas cosas sino por Nos mismo o por Nuestros Sucesores los Romanos Pontífices; y queremos asimismo que sean sometidos, y por las presentes sometemos a los mismos a otras penas infligibles, renovando las Constituciones o decretos de Paulo V y de Gregorio XV, arriba mencionados.
Prohibimos, bajo las penas y censuras contenidas en el Índice de los libros prohibidos, los libros en los cuales se pone en duda la mencionada sentencia, fiesta o culto conforme a ella, o se escribe o lee algo contra esas cosas de la manera que sea, como arriba queda dicho, o se contienen frase, sermones, tratados y disputas contra las mismas, editados después del decreto de Paulo V arriba citado, o que se editaren de la manera que sea en lo porvenir por expresamente prohibidos, ipso facto y sin más declaración."
6. Sentir unánime de los doctos obispos y religiosos. Mas todos saben con qué celo tan grande fue expuesta, afirmada y defendida esta doctrina de la Inmaculada Concepción de la Virgen Madre de Dios por las esclarecidísimas familias religiosas y por las más concurridas academias teológicas y por los aventajadísimos doctores en la ciencia de las cosas divinas. Todos, asimismo, saben con qué solicitud tan grande hayan abierta y públicamente profesado los obispos, aun en las mismas asambleas eclesiásticas, que la santísima Madre de Dios, la Virgen María, en previsión de los merecimientos de Cristo Señor Redentor, nunca estuvo sometida al pecado, sino que fue totalmente preservada de la mancha original, y, de consiguiente, redimida de más sublime manera.
7. El concilio de Trento y la tradición. Ahora bien, a estas cosas se añade un hecho verdaderamente de peso y sumamente extraordinario, conviene a saber: que también el concilio Tridentino mismo, al promulgar el decreto dogmático del pecado original, por el cual estableció y definió, conforme a los testimonios de las sagradas Escrituras y de los Santos Padres y de los recomendabilísimos concilios, que los hombres nacen manchados por la culpa original, sin embargo, solemnemente declaró que no era su intención incluir a la santa e Inmaculada Virgen Madre de Dios en el decreto mismo y en una definición tan amplia. Pues con esta declaración suficientemente insinuaron los Padres tridentinos, dadas las circunstancias de las cosas y de los tiempos, que la misma santísima Virgen había sido librada de la mancha original, y hasta clarísimamente dieron a entender que no podía aducirse fundadamente argumento alguno de las divinas letras, de la tradición, de la autoridad de los Padres que se opusiera en manera alguna a tan grande prerrogativa de la Virgen.
Y, en realidad de verdad, ilustres monumentos de la venerada antigüedad de la Iglesia oriental y occidental vigorosísimamente testifican que esta doctrina de la Concepción Inmaculada de la santísima, Virgen, tan espléndidamente explicada, declarada, confirmada cada vez más por el gravísimo sentir, magisterio, estudio, ciencia y sabiduría de la Iglesia, y tan maravillosamente propagada entre todos los pueblos y naciones del orbe católico, existió siempre en la misma Iglesia como recibida de los antepasados y distinguida con el sello de doctrina revelada.
Pues la Iglesia de Cristo, diligente custodia y defensora de los dogmas a ella confiados, jamás cambia en ellos nada, ni disminuye, ni añade, antes, tratando fiel y sabiamente con todos sus recursos las verdades que la antigüedad ha esbozado y la fe de los Padres ha sembrado, de tal manera trabaja por limarlas y pulirlas, que los antiguos dogmas de la celestial doctrina reciban claridad, luz, precisión, sin que pierdan, sin embargo, su plenitud, su integridad, su índole propia, y se desarrollen tan sólo según su naturaleza; es decir el mismo dogma, en el mismo sentido y parecer.
8. Sentir de los Santos Padres y de los escritores eclesiásticos. Y por cierto, los Padres y escritores de la Iglesia, adoctrinados por las divinas enseñanzas, no tuvieron tanto en el corazón, en los libros compuestos para explicar las Escrituras, defender los dogmas, y enseñar a los fieles, como el predicar y ensalzar de muchas y maravillosas maneras, y a porfía, la altísima santidad de la Virgen, su dignidad, y su inmunidad de toda mancha de pecado, y su gloriosa victoria del terrible enemigo del humano linaje.
9. El Protoevangelio.Por lo cual, al glosar las palabras con las que Dios, vaticinando en los principios del mundo los remedios de su piedad dispuestos para la reparación de los mortales, aplastó la osadía de la engañosa serpiente levantó maravillosamente la esperanza de nuestro linaje, diciendo: Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; enseñaron que, con este divino oráculo, fue de antemano designado clara y patentemente el misericordioso Redentor del humano linaje, es decir, el unigénito Hijo de Dios Cristo Jesús, y designada la santísima Madre, la Virgen María, y al mismo tiempo brillantemente puestas de relieve las mismísimas enemistades de entrambos contra el diablo. Por lo cual, así como Cristo, mediador de Dios y de los hombres, asumida la naturaleza humana, borrando la escritura del decreto que nos era contrario, lo clavó triunfante en la cruz, así la santísima Virgen, unida a Él con apretadísimo e indisoluble vínculo hostigando con Él y por Él eternamente a la venenosa serpiente, y de la misma triunfando en toda la línea, trituró su cabeza con el pie inmaculado.
10. Figuras bíblicas de María. Este eximio y sin par triunfo de la Virgen, y excelentísima inocencia, pureza, santidad y su integridad de toda mancha de pecado e inefable abundancia y grandeza de todas las gracias, virtudes y privilegios, viéronla los mismos Padres ya en el arca de Noé que, providencialmente construida, salió totalmente salva e incólume del común naufragio de todo el mundo; ya en aquella escala que vio Jacob que llegaba de la tierra al cielo y por cuyas gradas subían y bajaban los ángeles de Dios y en cuya cima se apoyaba el mismo Señor; ya en la zarza aquélla que contempló Moisés arder de todas partes y entré el chisporroteo de las llamas no se consumía o se gastaba lo más mínimo, sino que hermosamente reverdecía y florecía; ora en aquella torre inexpugnable al enemigo, de la cual cuelgan mil escudos y toda suerte de armas de los fuertes; ora en aquel huerto cerrado que no logran violar ni abrir fraudes y trampas algunas; ora en aquella resplandeciente ciudad de Dios, cuyos fundamentos se asientan en los montes santos a veces en aquel augustísimo templo de Dios que, aureolado de resplandores divinos, está lleno, de la gloria de Dios; a veces en otras verdaderamente innumerables figuras de la misma clase, con las que los Padres enseñaron que había sido vaticinada claramente la excelsa dignidad de la Madre de Dios, y su incontaminada inocencia, y su santidad, jamás sujeta a mancha alguna.
11. Los profetas.Para describir este mismo como compendio de divinos dones y la integridad original de la Virgen, de la que nació Jesús, los mismos [Padres], sirviéndose de las palabras de los profetas, no festejaron a la misma augusta Virgen de otra manera que como a paloma pura, y a Jerusalén santa, y a trono excelso de Dios, y a arca de santificación, y a casa que se construyó la eterna Sabiduría, y a la Reina aquella que, rebosando felicidad y apoyada en su Amado, salió de la boca del Altísimo absolutamente perfecta, hermosa y queridísima de Dios y siempre libre de toda mancha.
12. El Ave María y el Magnificat. Mas atentamente considerando los mismos Padres y escritores de la Iglesia que la santísima Virgen había sido llamada llena de gracia, por mandato y en nombre del mismo Dios, por el Gabriel cuando éste le anunció la altísima dignidad de Madre de Dios, enseñaron que, con ese singular y solemne saludo, jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era sede de todas las gracias divinas y que estaba adornada de todos los carismas del divino Espíritu; más aún, que era como tesoro casi infinito de los mismos, y abismo inagotable, de suerte que, jamás sujeta a la maldición y partícipe, juntamente con su Hijo, de la perpetua bendición, mereció oír de Isabel, inspirada por el divino Espíritu: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre.
De ahí se deriva su sentir no menos claro. que unánime, según el cual la gloriosísima Virgen, en quien hizo cosas grandes el Poderoso, brilló con tal abundancia de todos los dones celestiales, con tal plenitud de gracia y con tal inocencia, que resultó como un inefable milagro de Dios, más aún, como el milagro cumbre de todos los milagros y digna Madre de Dios, y allegándose a Dios mismo, según se lo permitía la condición de criatura, lo más cerca posible, fue superior a toda alabanza humana y angélica.
13. Paralelo entre María y Eva Y, de consiguiente, para defender la original inocencia y santidad de la Madre de Dios, no sólo la compararon muy frecuentemente con Eva todavía virgen, todavía inocente, todavía incorrupta y todavía no engaña a por as mortíferas asechanzas de la insidiosísima serpiente, sino también la antepusieron a ella con maravillosa variedad de palabras y pensamientos. Pues Eva, miserablemente complaciente con la serpiente, cayó de la original inocencia y se convirtió en su esclava; mas la santísima Virgen aumentando de continuo el don original, sin prestar jamás atención a la serpiente, arruinó hasta los cimientos su poderosa fuerza con la virtud recibida de lo alto.
14. Expresiones de alabanzaPor lo cual jamás dejaron de llamar a la Madre de Dios o lirio entre espinas, o tierra absolutamente intacta, virginal, sin mancha , inmaculada, siempre bendita, y libre de toda mancha de pecado, de la cual se formó el nuevo Adán; o paraíso intachable, vistosísimo, amenísimo de inocencia, de inmortalidad y de delicias, por Dios mismo plantado y defendido de toda intriga de la venenosa serpiente; o árbol inmarchitable, que jamás carcomió el gusano del pecado; o fuente siempre limpia y sellada por la virtud del Espíritu Santo; o divinísimo templo o tesoro de inmortalidad, o la única y sola hija no de la muerte, sino de la vida, germen no de la ira, sino de la gracia, que, por singular providencia de Dios, floreció siempre vigoroso de una raíz corrompida y dañada, fuera de las leyes comúnmente establecidas. Mas, como si éstas cosas, aunque muy gloriosas, no fuesen suficientes, declararon, con propias y precisas expresiones, que, al tratar de pecados, no se había de hacer la más mínima mención de la santa Virgen María, a la cual se concedió más gracia para triunfar totalmente del pecado; profesaron además que la gloriosísima Virgen fue reparadora de los padres, vivificadora de los descendientes, elegida desde la eternidad, preparada para sí por el Altísimo, vaticinada por Dios cuando dijo a la serpiente: Pondré enemistades entre ti y la mujer, que ciertamente trituró la venenosa cabeza de la misma serpiente, y por eso afirmaron que la misma santísima Virgen fue por gracia limpia de toda mancha de pecado y libre de toda mácula de cuerpo, alma y entendimiento, y que siempre estuvo con Dios, y unida con Él con eterna alianza, y que nunca estuvo en las tinieblas, sino en la luz, y, de consiguiente, que fue aptísima morada para Cristo, no por disposición corporal, sino por la gracia original.
A éstos hay que añadir los gloriosísimos dichos con los que, hablando de la concepción de la Virgen, atestiguaron que la naturaleza cedió su puesto a la gracia, paróse trémula y no osó avanzar; pues la Virgen Madre de Dios no había de ser concebida de Ana antes que la gracia diese su fruto: porque convenía, a la verdad, que fuese concebida la primogénita de la que había de ser concebido el primogénito de toda criatura.
15. ¡¡Inmaculada!! Atestiguaron que la carne de la Virgen tomada de Adán no recibió las manchas de Adán, y, de consiguiente, que la Virgen Santísima es el tabernáculo creado por el mismo Dios, formado por el Espíritu Santo, y que es verdaderamente de púrpura, que el nuevo Beseleel elaboró con variadas labores de oro, y que Ella es, y con razón se la celebra, como la primera y exclusiva obra de Dios, y como la que salió ilesa de los igníferos dardos del maligno, y como la que hermosa por naturaleza y totalmente inocente, apareció al mundo como aurora brillantísima en su Concepción Inmaculada. Pues no caía bien que aquel objeto de elección fuese atacado, de la universal miseria, pues, diferenciándose inmensamente de los demás, participó de la naturaleza, no de la culpa; más aún, muy mucho convenía que como el unigénito tuvo Padre en el cielo, a quien los serafines ensalzan por Santísimo, tuviese también en la tierra Madre que no hubiera jamás sufrido mengua en el brillo de su santidad.
Y por cierto, esta doctrina había penetrado en las mentes y corazones de los antepasados de tal manera, que prevaleció entre ellos la singular y maravillosísima manera de hablar con la que frecuentísimamente se dirigieron a la Madre de Dios llamándola inmaculada, y bajo todos los conceptos inmaculada, inocente e inocentísima, sin mancha y bajo todos los aspectos, inmaculada, santa y muy ajena a toda mancha, toda pura, toda sin mancha, y como el ideal de pureza e inocencia, más hermosa que la hermosura, mas ataviada que el mismo ornato, mas santa que la santidad, y sola santa, y purísima en el alma y en el cuerpo, que superó toda integridad y virginidad, y sola convertida totalmente en domicilio de todas las gracias del Espíritu Santo, y que, la excepción de sólo Dios, resultó superior a todos, y por naturaleza más hermosa y vistosa y santa que los mismos querubines y serafines y que toda la muchedumbre de los ángeles, y cuya perfección no pueden, en modo alguno, glorificar dignamente ni las lenguas de los ángeles ni las de los hombres. Y nadie desconoce que este modo de hablar fue trasplantado como espontáneamente, a la santísima liturgia y a los oficios eclesiásticos, y que nos encontramos a cada paso con él y que lo llena todo, pues en ellos se invoca y proclama a la Madre de Dios como única paloma de intachable hermosura, como rosa siempre fresca, y en todos los aspectos purísima, y siempre inmaculada y siempre santa, y es celebrada como la inocencia, que nunca sufrió menoscabo, y, como segunda Eva, que dio a luz al Emmanuel.
16. Universal consentimiento y peticiones de la definición dogmática.No es, pues, de maravillar que los pastores de la misma Iglesia y los pueblos fieles se hayan gloriado de profesar con tanta piedad, religión y amor la doctrina de la Concepción Inmaculada de la Virgen Madre de Dios, según el juicio de los Padres, contenida en las divinas Escrituras, confiada a la posteridad con testimonios gravísimos de los mismos, puesta de relieve y cantada por tan gloriosos monumentos de la veneranda antigüedad, y expuesta y defendida por el sentir soberano y respetabilísima autoridad de la Iglesia, de tal modo que a los mismos no les era cosa más dulce, nada más querido, que agasajar, venerar, invocar y hablar en todas partes con encendidísimo afecto a la Virgen Madre de Dios, concebida sin mancha original. Por lo cual, ya desde los remotos tiempos, los prelados, los eclesiásticos, las Órdenes religiosas, y aun los mismos emperadores y reyes, suplicaron ahincadamente a esta Sede Apostólica que fuese definida como dogma de fe católica la Inmaculada Concepción de la santísima Madre de Dios. Y estas peticiones se repitieron también en estos nuestros tiempos, y fueron muy principalmente presentadas a Gregorio XVI, nuestro predecesor, de grato recuerdo, y a Nos mismo, ya por los obispos, ya por el clero secular, ya por las familias religiosas, y por los príncipes soberanos y por los fieles pueblos.
Nos, pues, teniendo perfecto conocimiento de todas estas cosas, con singular gozo de nuestra alma y pesándolas seriamente, tan pronto como, por un misterioso plan de la divina Providencia, fuimos elevados, aunque sin merecerlo, a esta sublime Cátedra de Pedro para hacernos cargo del gobierno de la universal Iglesia, no tuvimos, ciertamente, tanto en el, corazón, conforme a nuestra grandísima veneración, piedad y amor para con la santísima Madre de Dios, la Virgen María, ya desde la tierna infancia sentidos, como llevar al cabo todas aquellas cosas que todavía deseaba la Iglesia, conviene a saber: dar mayor incremento al honor de la santísima Virgen y poner en mejor luz sus prerrogativas.
17. Labor preparatoria. Mas queriendo extremar la prudencia, formamos una congregación, de NN. VV. HH. de los cardenales de la S.R.I., distinguidos por su piedad, don de consejo y ciencia de las cosas divinas, y escogimos a teólogos eximios, tanto el clero secular como regular, para que considerasen escrupulosamente todo lo referente a la Inmaculada Concepción de la Virgen y nos expusiesen su propio parecer. Mas aunque, a juzgar por las peticiones recibidas, nos era plenamente conocido el sentir decisivo de muchísimos prelados acerca de la definición de la Concepción Inmaculada de la Virgen, sin embargo, escribimos el 2 de febrero de 1849 en Cayeta una carta encíclica, a todos los venerables hermanos del orbe católico, los obispos, con el fin de que, después de orar a Dios, nos manifestasen también a Nos por escrito cuál era la piedad y devoción de sus fieles para con la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, y qué sentían mayormente los obispos mismos acerca de la definición o qué deseaban para poder dar nuestro soberano fallo de la manera más solemne posible.
No fue para Nos consuelo exiguo la llegada de las respuestas de los venerables hermanos. Pues los mismos, respondiéndonos con una increíble complacencia, alegría y fervor, no sólo reafirmaron la piedad y sentir propio y de su clero y pueblo respecto de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen, sino también todos a una ardientemente nos pidieron que definiésemos la Inmaculada Concepción de la Virgen con nuestro supremo y autoritario fallo. Y, entre tanto, no nos sentimos ciertamente inundados de menor gozo cuando nuestros venerables hermanos los cardenales de la S.R.I., que formaban la mencionada congregación especial, y los teólogos dichos elegidos por Nos, después de un diligente examen de la cuestión, nos pidieron con igual entusiasta fervor la definición de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios.
Después de estas cosas, siguiendo las gloriosas huellas de nuestros predecesores, y deseando proceder con omnímoda rectitud, convocamos y celebramos consistorio, en el cual dirigimos la palabra a nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa romana Iglesia, y con sumo consuelo de nuestra alma les oímos pedirnos que tuviésemos a bien definir el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen Madre de Dios.
Así, pues, extraordinariamente confiados en el Señor de que ha llegado el tiempo oportuno de definir la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios la Virgen María, que maravillosamente esclarecen y declaran las divinas Escrituras, la venerable tradición, el perpetuó sentir de la Iglesia, el ansia unánime y singular de los católicos prelados y fieles, los famosos hechos y constituciones de nuestros predecesores; consideradas todas las cosas con suma diligencia, y dirigidas a Dios constantes y fervorosas oraciones, hemos juzgado que Nos, no debíamos, ya titubear en sancionar o definir con nuestro fallo soberano la Inmaculada Concepción de la Virgen, y de este modo complacer a los piadosísimos deseos del orbe católico, y a nuestra piedad con la misma santísima Virgen, y juntamente glorificar y más y más en ella a su unigénito Hijo nuestro Señor Jesucristo, pues redunda en el Hijo el honor y alabanza dirigidos a la Madre.
18. Definición.Por lo cual, después de ofrecer sin interrupción a Dios Padre, por medio de su Hijo, con humildad y penitencia, nuestras privadas oraciones y las públicas de la Iglesia, para que se dignase dirigir y afianzar nuestra mente con la virtud del Espíritu Santo, implorando el auxilio de toda corte celestial, e invocando con gemidos el Espíritu paráclito, e inspirándonoslo él mismo, para honra de la santa e individua Trinidad, para gloria y prez de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra: declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, qué debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano. Por lo cual, si algunos presumieren sentir en su corazón contra los que Nos hemos definido, que Dios no lo permita, tengan entendido y sepan además que se condenan por su propia sentencia, que han naufragado en la fe, y que se han separado de la unidad de la Iglesia, y queademás, si osaren manifestar de palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintieren en su corazón, por lo mismo quedan sujetos a las penas establecidas por el derecho.
19. Sentimientos de esperanza y exhortación final.Nuestra boca está llena de gozo y nuestra lengua de júbilo, y damos humildísimas y grandísimas gracias a nuestro Señor Jesucristo, y siempre se las daremos, por habernos concedido aun sin merecerlo, el singular beneficio de ofrendar y decretar este honor, esta gloria y alabanza a su santísima Madre. Mas sentimos firmísima esperanza y confianza absoluta de que la misma santísima Virgen, que toda hermosa e inmaculada trituró la venenosa cabeza de la cruelísima serpiente, y trajo la salud al mundo, y que gloria de los profetas y apóstoles, y honra de los mártires, y alegría y corona de todos los santos, y que refugio segurísimo de todos los que peligran, y fidelísima auxiliadora y poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su unigénito Hijo, y gloriosísima gloria y ornato de la Iglesia santo, y firmísimo baluarte destruyó siempre todas las herejías, y libró siempre de las mayores calamidades de todas clases a los pueblos fieles y naciones, y a Nos mismo nos sacó de tantos amenazadores peligros; hará con su valiosísimo patrocinio que la santa Madre católica Iglesia, removidas todas las dificultades, y vencidos todos los errores, en todos los pueblos, en todas partes, tenga vida cada vez más floreciente y vigorosa y reine de mar a mar y del río hasta los términos de la tierra, y disfrute de toda paz, tranquilidad y libertad, para que consigan los reos el perdón, los enfermos el remedio, los pusilánimes la fuerza, los afligidos el consuelo, los que peligran la ayuda oportuna, y despejada la oscuridad de la mente, vuelvan al camino de la verdad y de la justicia los desviados y se forme un solo redil y un solo pastor.
Escuchen estas nuestras palabras todos nuestros queridísimos hijos de la católica Iglesia, y continúen, con fervor cada vez más encendido de piedad, religión y amor, venerando, invocando, orando a la santísima Madre de Dios, la Virgen María, concebida sin mancha de pecado original, y acudan con toda confianza a esta dulcísima Madre de misericordia y gracia en todos los peligros, angustias, necesidades, y en todas las situaciones oscuras y tremendas de la vida. Pues nada se ha de temer, de nada hay que desesperar, si ella nos guía, patrocina, favorece, protege, pues tiene para con nosotros un corazón maternal, y ocupada en los negocios de nuestra salvación, se preocupa de todo el linaje humano, constituida por el Señor Reina del cielo y de la tierra y colocada por encima de todos los coros de los ángeles y coros de los santos, situada a la derecha de su unigénito Hijo nuestro Señor Jesucristo, alcanza con sus valiosísimos ruegos maternales y encuentra lo que busca, y no puede, quedar decepcionada.
Finalmente, para que llegué al conocimiento de la universal Iglesia esta nuestra definición de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen María, queremos que, como perpetuo recuerdo, queden estas nuestras letra apostólicas; y mandamos que a sus copias o ejemplares aún impresos, firmados por algún notario público y resguardados por el sello de alguna persona eclesiástica constituida en dignidad, den todos, exactamente el mismo crédito que darían a éstas, si les fuesen presentadas y mostradas.
A nadie, pues, le sea permitido quebrantar esta, página de nuestra declaración, manifestación, y definición, y oponerse a ella y hacer la guerra con osadía temeraria. Mas si alguien presumiese intentar hacerlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios y de los santos apóstoles Pedro y Pablo.
Dado el 8 de Diciembre de 1854.
S.S. Pío IX
---Dogma de la Perpetua Virginidad de la Santísima Virgen María.
El dogma de la Perpetua Virginidad se refiere a que María fue Virgen antes, durante y perpetuamente después del parto.
"Ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emanuel" (Cf. Is., 7, 14; Miq., 5, 2-3; Mt., 1, 22-23) (Const. Dogmática Lumen Gentium, 55 - Concilio Vaticano II).
"La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, el nacimiento de Cristo "lejos de disminuir consagró la integridad virginal" de su madre. La liturgia de la Iglesia celebra a María como la 'Aeiparthenos', la 'siempre-virgen'." (499 - catecismo de la Iglesia Católica)
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