martes, 29 de mayo de 2018

La maternidad espiritual de María en el pasado, el presente y el futuro de la Iglesia y del Mundo.




La maternidad espiritual de María en el pasado, el presente y el futuro de la Iglesia y del Mundo.

Hemos publicado con anterioridad dos estudios sobre la maternidad espiritual de María, en las liturgias y en el dogma, para profundizar sobre la cuestión de la posibilidad de su definición dogmática.

Nuestro propósito, en la presente disertación, es ahondar también -en su carácter analógico- las nociones de maternidad y de maternidad espiritual; subrayar mejor su objeto, a saber, la generación continuada de Cristo. su finalidad, es decir, el perfecto regreso mariano a Dios de todos los elegidos como también las implicaciones cósmicas -a la vez protológicas y escatológicas- de esta maternidad espiritual de la Virgen Inmaculada. De igual manera, mostraremos el rol único de la muerte amante de María en la transmisión, a los hombres, de la vida sobrenatural y divina de la gracia.

De esta manera, el esplendor de esta maternidad espiritual de María, enraizada en su maternidad divina, será percibido mejor en sus relaciones con un conjunto de verdades de razón y de fe como el fin último del hombre, no sin volver más deseable aún su eventual definición dogmática. Retomemos, pues, metódicamente estos puntos.

I. Análisis filosófico de la maternidad.

La historia de la comprensión filosófica de la maternidad humana manifiesta el paso decisivo de un umbral por parte del Doctor sutil, el bienaventurado Juan Duns Scot, al precisar el pensamiento de San Buenaventura.

Antes, santo Tomás de Aquino, excesivamente tributario de Aristóteles en este asunto, no admitía más que un rol puramente pasivo de la madre en la generación animal y humana, en singular contraste con el rol activo que reconocía a María en la economía de la salvación. La madre (mater) es colocada al costado de la materia y, por tanto, de la potencia; toda la actividad está reservada al padre.

Es sobre este panorama que interviene la “revolución copernicana” del pensamiento scotista: para el doctor franciscano, “la madre es causa activa y no solamente pasiva del niño como dos causas parciales en la que una -el padre- es más perfecta que la otra; así el padre, agente principal de la generación, excita a la madre a engendrar como el sol excita al fuego”.

Scot ve un signo de este rol activo de la madre en el hecho de que la madre ama a su hijo más de lo que lo ama su padre, y encuentra una prueba en la pregunta de la Virgen en Luc  1, 34: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón?”.

Este rol activo de la madre en la generación es visto, sin embargo, en dependencia del rol más activo todavía del padre. La madre es a la vez activa y pasiva; el padre, como tal, únicamente activo.

Por esta razón - está permitido pensarlo- el Revelador no se ha presentado en la escritura como Madre, Hija y Espíritu, sino como Padre que engendra sin ninguna pasividad a su Hijo único; igualmente, por esta razón éste no tiene un padre terrestre sino una Madre según la carne, causa dependiente e instrumental de su vida humana y terrestre.

En efecto, el análisis genial de la maternidad en Scot es una contribución a la mariología tan decisiva, tal vez, como su doctrina de la inmaculada concepción por modo de redención preservadora; esta visión de la maternidad reúne perfectamente, a la vez, el sentido común y el de las Escrituras, haciendo eco de la comprensión espontánea del misterio de la generación humana en el seno de todas las generaciones humanas. Resumiendo y sintetizando el uso de la palabra madre en las Escrituras, H. Lesêtre observaba en 1908: “por asimilación, se da el nombre de madre a lo que es una causa.”; igualmente, en 1979, P. Daubercies recogía así el sentido simbólico de la palabra madre en la Biblia: “origen, causa, fuente, realidad de la que se saca la existencia o subsistencia”.

En este contexto, es  importante subrayar que las Escrituras manifiestan el alcance de la maternidad de María para toda la humanidad: Jesús se sirve de una experiencia universal constatando que “la mujer cuando ya ha dado a luz al niño, no se acuerda más de los dolores, por la alegría de que ha nacido al mundo un hombre” (Jn 16, 21). Como dice J. Lagrange, “la mujer se alegra de haber dado un hombre a la sociedad; es su contribución al bien general”. La maternidad constituye una relación entre la madre y la humanidad entera: si, en su esencia,  ella manifiesta una dependencia causal y activa, es también  esencialmente un servicio a la humanidad entera.

Mejor aún: desde el libro del Génesis, la Biblia ve en  la maternidad una “una participación en la obra creadora” exaltando de manera sublime y trascendente su aspecto de causalidad. Es lo que emerge de la declaración triunfante de Eva, figura de María: “he alcanzado de Yavé un varón” (Gén 4,1; cf. 4,25).

Se ve así cómo la Escritura, haciendo suya la experiencia universal del género humano, en su visión de una maternidad activa, nos prepara a comprender mejor la enseñanza precisa de Cristo crucificado sobre la divina y activa maternidad espiritual de María, relación con la humanidad entera, contribución suprema al bien del género humano.

II. Noción analógica de la maternidad en las culturas humana y en las Escrituras divinas.

Retomando una breve evocación anterior, hay que subrayar ahora cuánto han reunido las Escrituras de la experiencia universal, cuando aplica el concepto de madre a las realidades más diversas, desde las más materiales a las más espirituales, de la Tierra hasta Dios.

Las investigaciones de los historiadores de las religiones han mostrado que los misterios griegos de la época helenística son, por muchos aspectos, cultos de una religión de la Madre, de la Magna Mater, encarnación de las fuerzas de la naturaleza en la fecundidad universal, totalidad del mundo como cosmos. Todo lo que vive sale de su seno maternal, todo vuelve a él. Las obras de arte, los testimonios literarios, en una sucesión casi ininterrumpida, atestiguan la existencia de esta asociación entre las nociones de Madre y de Tierra. Así, Esquilo nos dejó en las Suplicantes una oración a la Madre Tierra bajo la forma de un balbuceo: ma Ga ma Ga, boan joberon apotrepe (890-891). La forma elemental de una “madre divina” representa siempre, en las religiones mistéricas, la tierra misma. En Platón, la materia es la madre o la nutricia del universo.

El tema de la madre-tierra desemboca, pues, en las religiones mistéricas, en un culto idolátrico de las diosas y de la tierra misma. La imagen de la Magna Mater, que es la Tierra, se vuelve a la vez virgen pura y madre fecunda, tanto diosa salvaje del amor lascivo, tanto reina pura de los cielos. Ella influenció la gnosis heterodoxa: para sus especulaciones, es una figura más concreta que el “dios desconocido”; es también -como eón supraterrestre- tanto virgen sublime como madre impura y caída.

Aunque los primeros Padres reaccionaron contra todas estas tendencias, sin embargo ellas les ayudaron a utilizar la imagen bíblica de la mujer para expresar al pueblo de Dios; a hipostasiar a la Iglesia en la imagen de la mujer, e indirectamente, por reacción, contra todos los mitos ahistóricos, a exaltar la maternidad divina, insertada en la historia, sin ninguna complicidad con su sensualidad, de la Virgen únicamente fecunda al punto de engendrar un Dios Salvador. ¿Sin la gnosis habríamos tenido, realmente, la visión patrística de la Eclessia Mater, y la reacción ireneana que valorizó la causalidad dependiente de la Virgen en la obra de la salvación, dicho de otra manera, su maternidad espiritual de nueva Eva?

No nos confundamos. Se puede admitir que el Dios creador de la Madre-Tierra y del inconsciente colectivo preparó (incluso a través de los cultos idolátricos, cuyos elementos de verdad anticipaban el Evangelio de María, Madre de Jesús) a los hombres para reconocer su intervención en la historia a través de una Mujer, Madre de su Hijo único (cf. Gál 4,4). Es ella la que será reconocida como la verdadera Magna Mater, pura criatura, Madre del Dios infinitamente grande.

Admisión singularmente facilitada por la misma Escritura. El Antiguo Testamento hacía eco de la cultura universal: “un yugo pesado oprime a los hijos de Adán desde el día en que salen del seno de su madre hasta el día en que vuelven a la tierra, madre de todos” (Eclo 40,1; cf. Gn 3,19 y Job 1, 21). Aquí, las alusiones a la madre-tierra son indudables, estando situadas más en un contexto de angustia y de muerte que de vida y de exaltación. Sin embargo, la imagen significa claramente que la tierra nutre a sus hijos antes de acogerlos en sí misma en la sepultura.

La maternidad de la tierra con relación al hombre es totalmente material, el de la mujer es humana e implica una dimensión espiritual e inmaterial, la de Dios respecto de sus criaturas (cf. Eclo 4,11; Is 66,13) es puramente espiritual y metafórica; la de la Iglesia igualmente, sin dejar de mostrar signos corporales.

La Escritura, al subrayar la maternidad de la tierra, madre universal, rechaza evidentemente el culto pagano de la Madre-Tierra; la Escritura ve a la Madre-Tierra en el seno de Dios-Padre, más misericordioso que una madre, ve a las entrañas maternales; para sus lectores, la ternura de Dios nutre a los hombres a través de la Madre-Tierra de la que es Creador. Esta tierra, virgen antes del pecado, prefigura a María virgen y madre, como la vio Ireneo.

Veremos a continuación cómo la reflexión teológica conduce a una inversión de la relación: María y la Iglesia, por su oración y sus méritos, se muestran como estando juntas, en unidad, la madre y la razón de ser de la tierra misma. La madre-tierra aparecerá sujeta en su existencia misma, como en su fecundidad, a la intercesión de la única Madre de Dios, Madre de la Iglesia.

El cristianismo revaloriza así, sobre un plano espiritual, paradójicamente, el tema material de la madre-tierra. Este punto estalla en san Francisco de Asís. Citemos aquí el Cántico de las criaturas:

            Alabado seas, Señor mío
            por (a través de) nuestra madre la Tierra,
            que nos sustenta y nos nutre,
            que produce la diversidad de los frutos,
            con los flores matizadas y las hierbas.

La Madre-Tierra es vista también como una hermana, es decir como -con nosotros los hombres- criatura de Dios. Aquí, además, la tierra prefigura a María nuestra hermana al mismo tiempo que nuestra madre, pura criatura que nos da nuestro Creador haciendo de él nuestro hermano. Pero ella prefigura también a la Madre-Iglesia, la Iglesia Romana, que no deja de ser la hermana mayor de sus iglesias-hijas.

Si la tierra da la vida corporal, es sin embargo (en el seno del plan divino) con miras a conferir, en su asunción por los sacramentos de la Iglesia, la vida espiritual y sobrenatural de la gracia merecida, obtenida y ofrecida por María en el don de su Hijo único.

Y si María nos engendra para la vida sobrenatural, es siempre al formar a su Hijo único en nosotros, a través de la Iglesia. Por medio de María, con ella, en ella, por ella, gracias a la Iglesia que nos liga a María, engendramos en nuestro turno a Cristo por las obras del apostolado después de haberlo concebido por la fe (cf. MT 12, 48-50).

Sin entrar aquí en una discusión técnica y filosófica sobre la analogía, conviene subrayar el carácter a la vez real y analógico de la maternidad espiritual, sea de María, sea de la Iglesia respecto de nosotros.

Maternidad real en sentido propio: María y la Iglesia nos transmiten una vida, la vida sobrenatural y divina, de las que ellas mismas vienen. Los documentos del Magisterio dan testimonio de esta realidad.

Maternidad real, no en un sentido unívoco, sino en un sentido analógico: ya que esta vida transmitida por María y por la Iglesia no es ni ellas ni en nosotros la vida de la naturaleza, constitutiva de nuestra realidad substancial.

La maternidad espiritual de María y la de la Iglesia constituyen una analogía donde la disimilitud respecto de la maternidad natural prevalece sobre la similitud (como en toda analogía): si no nos dan el ser sobrenatural como causas primeras y a partir de su propia sustancia, ellas concurren eficazmente, directamente y libremente a la adquisición y a la comunicación de la gracia divina, o vida espiritual.

Subrayemos finalmente que, para Vaticano II, la maternidad espiritual de la Iglesia no es de ninguna manera metafórica: la Iglesia es para el Concilio el instrumento eficaz de la comunicación de la vida divina por medio de la palabra y por medio de los sacramentos: “por la caridad, la oración, el ejemplo, los esfuerzos de penitencia, la comunidad eclesial ejerce una verdadera maternidad (veram erga animas maternitatem exercet) para conducir las almas a Cristo: es un instrumento eficaz para mostrar o preparar, para los que todavía no creen, un camino hacia Cristo y su Iglesia, para nutrir a los fieles”.

Pero en los dos casos, la generación  a la que María y la Iglesia contribuyen por su cooperación es una generación verdadera según la naturaleza divina realmente participada. En los dos casos, está en juego un misterio de fe que desborda los sentidos, la razón y la historia.

La historia nos enseña que María es la Madre de Jesús. La Revelación y la fe nos hacen saber que María es la Madre de Dios y, así, Madre espiritual de los hombres. La razón humana no sabría demostrar esta verdad, sino a partir de los datos de la Revelación y en el seno de la fe: credo Mariam esse Matrem Dei et Matrem hominum.

La historia nos enseña que la Iglesia es una sociedad fundada por Cristo y cuyos miembros se vuelven tales por el bautismo. La Revelación y la fe nos demuestran que así como la Iglesia nos comunica una vida sobrenatural y divina que desborda los sentidos, la experiencia y la razón. La razón humana reconoce en ella una Madre que engendra a una vida divina.

Esto es lo que manifiesta una antigua versión del Símbolo de los Apóstoles todavía en uso en el siglo III en la Iglesia africana y que termina con estas palabras: “Credo in sanctam Matrem Ecclesiam”.Esto es lo que lo que confirma el hecho histórico analizado por K. Delahaye: la patrística primitiva no presentaba  más que a los bautizados a la Iglesia como madre. Nos hace decir en otras palabras: credo Ecclesiam esse matrem in ordine gratiæ.

III. La muerte de María y la celebración de la Eucaristía.

La muerte amante de María y la celebración hecha por la Iglesia del sacrificio eucarístico al que la Virgen se asocia, constituyen puntos culminantes del misterio de sus maternidades espirituales respectivas.

Así como el Nuevo Adán, Jesucristo, engendró a la humanidad para la vida sobrenatural y divina por su muerte en la cruz, de igual manera es  esencialmente por su compasión al pie de la cruz y por la aceptación de su muerte futura como una participación en el sacrificio de su Hijo que María colaboró en la regeneración espiritual de los hermanos, según la carne, de su Hijo único.

Esta afirmación, subrayando siempre el carácter vivificante de la muerte y de la compasión de la Virgen-Madre, es tributaria de la exégesis que Pablo VI hace del sentido de “”He ahí a tu Madre” en Signum Magnum.

Analógicamente, la Iglesia engendra a sus hijos y los nutre sacrificándose por ellos. La Eucaristía es inseparablemente sacrificio y sacramento: la Iglesia no se limita a ofrecer a Cristo por sus miembros y a ofrecerles a Cristo en la comunión;  la Iglesia se ofrece por ellos, con Cristo y con María, en una oblación amante que les confiere la vida de la caridad.

Sin las lágrimas de María al pie de la cruz, no tendríamos, en los hechos, la vida divina. Sin la celebración realizada por la Iglesia del sacrificio eucarístico en el que se ofrece ella misma por cada de uno de sus miembros, estaríamos, además, privados de la divinización eucarística. La Iglesia no engendra más que para integrar a su sacrificio en favor del mundo.

El consentimiento de María a la Encarnación y a la Pasión de Jesús perduró hasta a su muerte y es siempre ofrecida de nuevo durante la celebración de cada Misa: es mediante esta oblación que María colaboró de manera singular, en el amor, en la restauración de la vida en las almas.

Ofreciéndose como víctimas para el mundo, María y la Iglesia  le obtienen la vida divina; ayudan a cada cristiano a comprender en su momento que no puede concebir a Cristo por la fe y engendrarlo por las obras más que en la medida en que se asocie como víctima al sacrificio de la Cabeza. es en esta misma medida que participa en la maternidad espiritual de María y de la Iglesia. Misterio de fe, que también  desborda sus sentidos, su experiencia y su razón. El cristiano no ve que engendre a Cristo en los otros por su ejemplo y por sus palabras, por la ofrenda de sus penitencias y de sus obras; él cree: credo memetipsum esse matrem Christi viventis in aliis, pero opera fidei vivæ, quatenus sum in statu grati.

IV El don de María que Jesús hace a Juan incluye un mandamiento y una promesa.

Es el punto de vida que subrayaba, en sus notas espirituales, san Leopoldo de Castelnuovo, O.F.M. Cap. :”Creo este dogma de la fe católica: la bienaventurada Virgen María es una segunda Eva, es porque creo que hay en la Iglesia una perpetua providencia materna de la bienaventurada Virgen María y que, siguiendo el mandamiento que le fue dado por su hijo agonizante en la cruz: “He ahí a tu hijo, he ahí tu madre”, María interpela siempre por nosotros al Padre, al cielo,  al mismo tiempo que su Hijo, que intercede siempre por el género humano, de tal manera que consuma en el cielo lo que ella operó bajo la cruz”.

Dicho de otra manera, la palabra de Cristo en la cruz, a María y a Juan, no es solamente declarativa de la maternidad espiritual de la Virgen, sino además una palabra que realiza y opera lo que declara, lo que manda; da y promete lo que dice. Cristo, al darnos a María, le manda velar sobre nosotros y nos promete el apoyo y la intercesión de su Madre. La maternidad espiritual  de María, enraizada en el pasado de su vida terrestre, y especialmente en los puntos culminantes que constituyen su Anunciación, su Compasión, su muerte de amor, se despliega en el presente (al obtener el don de la vida) para consumarse en el futuro (gracias a la perseverancia final obtenida por la perseverancia de María, así como la gloria de la resurrección corporal de los elegidos, respuesta divina a la intercesión de la Virgen). “He ahí a tu Madre”: la que te engendró para la vida divina, la que nutre ahora  por medio de los sacramentos y la palabra de la Iglesia, la que, finalmente, quiere consumar tu génesis sobrenatural en el momento de tu muerte y de tu resurrección, obteniendo para ti la visión beatífica y la glorificación de tu cuerpo mortal.

El misterio de la maternidad espiritual de María totaliza así su vida en beneficio de toda la Iglesia. Abraza -y encontraremos bajo otros aspectos este punto de vista- la vida de la Virgen desde su Inmaculada Concepción hasta la Parusía y a la consumación de los elegidos por su intercesión de Resucitada en nombre de los méritos de su compasión y de su muerte de amor. María fue, es y será la madre de los hombres espiritual de su vida divina.

V. La obediencia al mandato de la filiación espiritual de María.

La obediencia al mandato de la filiación espiritual mariana, condición de cumplimiento de la promesa de su completo desarrollo, incluye el regreso al Padre por Jesús y por María:  esto es lo que comprendió la tradición espiritual del catolicismo, especialmente en sus eminentes representantes modernos, san Luis María Grignion de Montfort y san Maximiliano Kolbe.

Para el primero, el regreso a Dios por Jesús crucificado es inseparable del regreso a Jesús crucificado por María Inmaculada y por la verdadera devoción a ella.

Para el segundo, profundizando este punto de vista, debemos ofrecer nuestras obras a la Inmaculada porque ella las “inmaculiza” y las ofrece así transfiguradas en la caridad de su Corazón a su Hijo.

Esto vale especialmente para el ejercicio de nuestro apostolado y de nuestra maternidad espiritual horizontal, en dependencia de nuestra filiación espiritual vertical respecto de la Madre de Dios.

La fe en la maternidad espiritual de María y de la Iglesia desemboca sobre la esperanza de salvación personal en el ejercicio a la vez pasivo y activo de la maternidad y de la filiación espirituales como sobre la esperanza de salvación de aquellos que están ligados a la Iglesia y a María.

Se entrevé también los elementos de una síntesis más profunda aún insinuada por el bienaventurado Alain de la Roche, O.P., y esbozada por el padre Pierre Chaumonot en su preciosa y poco conocida autobiografía: nuestra filiación respecto de María se completa en un matrimonio espiritual con la Madre de Dios con miras a engendrar gracias a ella, en una activa maternidad espiritual, a los hombres para la vida eterna:

Fueron catorce años y más que tuve los ardentísimo deseos, y casi continuos, que la divina María tuviese gran cantidad de hijos espirituales y adoptivos, para consolarla de los dolores que le había causado la pérdida de Jesús... Te conjuro pues, divino Espíritu de dar todavía más hijos espirituales a María que los hijos carnales que tuvo Abraham.

Experimenté muy grandes consolaciones para conjurar por toda suerte de motivos al divino amor para que me concediera lo que le pedía, de tal suerte que no dejaba de meditar sobre este asunto y no tenia entonces ningún deseo de hacer a Dios otros pedidos.

Una vez  que estuve apasionado de ardientes deseos de obtener para la Virgen esta santa y numerosa posteridad, he ahí que de repente escuché claramente, en el fondo de mi alma, estas palabras intelectuales que me decían al corazón: “Serás mi esposo, puesto que me quieres hacer madre de tantos hijos”. Tan avergonzado y confuso de que la Madre de Dios pensara hacerme tanto honor, me abismé en la consideración de mi nada, de mis pecados y de mis miserias. Sin embargo, ella me dijo que era mi esposa.

¡Pasaje seguramente sorprendente! El padre Chaumonot ligaba conjuntamente estos tres temas: filiación espiritual, maternidad espiritual y matrimonio espiritual del apóstol con la Virgen, para hacerla madre. Se ve que aquí la maternidad espiritual es vista como una realidad más del presente y del futuro que del pasado.

Se notará, además, la comprensión implícitamente eclesiológica de la maternidad espiritual de María que manifiesta el texto del padre Chaumonot: si el padre puede hacer a María “madre de tantos hijos”, es evidentemente ejerciendo su propia paternidad (maternal) a través del ministerio de la palabra y por la celebración de los sacramentos de la santa Madre Iglesia. Chaumonot reúne así la posición (ya citada en mi estudio precedente) de Isaac de l’Etoile.

Subrayando el íntimo nexo entre la maternidad y matrimonio espirituales, Chaumonot nos orienta una vez más hacia el alcance eucarístico de la maternidad espiritual de María: María, Madre nuestra, a través de la Iglesia, nutre a sus hijos con la palabra y con el cuerpo de su Hijo único. Su maternidad tiene por finalidad conducirlos, a través de un matrimonio espiritual con ella misma, hacia el matrimonio espiritual con su Hijo único, hacia las bodas del Cordero.

VI. Implicaciones cósmicas de la maternidad espiritual: María, Madre del Mundo.

Hemos visto anteriormente la maternidad corporal de la Madre-Tierra respecto de la humanidad, integrada en la maternidad espiritual de la Iglesia gracias a la economía sacramental. Ahora vamos a considerar el rol de María y de su maternidad de gracia respecto de la materia, del mundo, del universo angélico, material y humano en su condición renovada por la cruz de Cristo, después su existencia misma.

La consideración del primero de estos dos temas comienza de manera clara, al parecer, con San Anselmo; es esencialmente la obra de la teología medieval: Bernardino de Siena y Antonino de Florencia. Citemos ampliamente a Anselmo de Cantorbery:

La naturaleza entera es la creación de Dios y Dios es de María. Dios ha creado todo, se hizo a sí mismo de María y es así que rehizo todo lo que había hecho. Quien pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacerlas, después que fueron degradadas, sin María. Dios es, por tanto, el Padre de las cosas creadas y María la madre de las cosas recreadas... La Madre que restableció a todas las criaturas es María... María engendró a Aquel por quien todo fue salvado, sin el que nada está en orden.

El discípulo de Anselmo, Eadmer -teólogo de la Inmaculada Concepción - orquestó el tema del Maestro: “la bienaventurada María, participando por sus méritos en la reparación de todos los seres, es la Madre y la Señora de todas las cosas”.

Se ve: es bella y buena una maternidad no corporal, sino espiritual de María respecto de todo el universo de la que es reparadora y la restauradora reintegrándolo al servicio de Dios, como enseña Anselmo de Cantorbery seguido por su escuela. María es la madre, no corporal, sino espiritual, del mundo material: Mater mundi.

Tres siglos más tarde, San Antonio de Florencia (1389-1459) retoma y completa los principios de Anselmo y de Eadmer: pero los sitúa en el contexto del misterio de la predestinación de la Virgen:

María fue predestinado antes de los siglos para ser el principio de la recreación de todo lo creado; es así lo que es dicho de ella: “Diome Yavé el ser en el principio de sus caminos, antes de sus obras antiguas” (Prov 8, 22 ss), es decir al comienzo de todas sus obras, para que sea la primera de todas las criaturas que son puras criaturas... María es también madre por la dignidad, porque ella es la primera nacida antes de toda criatura; en efecto, ella es más noble y más perfecta, en gracia y en gloria, que toda (otra) pura criatura. Porque quien es primero en un género es casi causa de todos los otros (seres en el mismo género): quod autem est primum in unoquoque genere est causa aliorum.

Este bellísimo texto  plantea un principio fecundo cuyas consecuencias insinúa sin desarrollarlas. La primacía de María, querida por Dios, después de Cristo pero con Él y antes de toda otra pura criatura, entraña su causalidad universal, no física y eficiente, ciertamente, sino -aunque el autor no lo precise- moral y meritoria. Antonino transpone en Mariología el argumento platónico de los grados utilizado por Santo Tomás de Aquino en la demostración de la existencia de Dios; es la célebre cuarta vía: el grado supremo es causa de todos los grados inferiores.

Transposición interesante, más aún cuando nos muestra la posibilidad de una maternidad espiritual de María respecto del universo corporal y material, no puramente y simplemente o solamente en estilo scotista, a partir de la primacía intencional de María en el plan divino, sino también, en estilo tomista, a partir del misterio de su predestinación unido a la consideración de los grados del ser y del actuar. Antonino de Florencia plantea los principios que deberían conducir a todas las escuelas católicas de teología a un consensus en cuanto a la causalidad moral y meritoria de la Virgen, en dependencia de Cristo crucificado, respecto de la existencia y de la consumación del universo físico y de cada naturaleza humana. Primera de los predestinados, después de Cristo, María no causa solamente, en dependencia de Él, la gracia y la gloria en todos los elegidos, sino además, por su intercesión, la naturaleza misma.

Prolongando a San Anselmo, Antonino lo sobrepasa netamente, y reúne las opiniones de su contemporáneo san Bernardino de Siena sobre María causa final del universo del que es la consumación. El conjunto de esta opiniones y principios (María causa ejemplar y final del universo, primera nacida en el pensamiento divino, cuya primacía entraña una causalidad universal comprendida sobre el plan de la causalidad moral eficiente) es más o menos común a todas las mariologías de la baja Edad Media y de los siglos posteriores que deberían, en el futuro, reunir unánimemente a los teólogos católicos en la afirmación de una cierta, misteriosa e inmaterial causalidad de la Virgen respecto de la existencia misma de la materia.

Semejante afirmación se encuentra además fortificada en el contexto de la común visión medieval, a la vez filosófica y teológica, de la causalidad meritoria del justo en la obtención de los bienes temporales. Para santo Tomás de Aquino, “si se considera los bienes temporales en tanto que favorecen el cumplimiento de las obras de virtud que nos conducen a la vida eterna, se vuelven directamente y absolutamente objeto de mérito, como el crecimiento de la gracia y de todos los otros auxilios que nos permiten alcanzar la beatitud, una vez recibida la primera gracia... Vistos desde esta perspectiva, estos bienes temporales son absolutamente  bienes.”

Estos principios luminosos se aplican, primeramente, al bien temporal que es la existencia, la posición  en el ser de una naturaleza destinada a la gracia y a la gloria, de una naturaleza que, por lo demás permanece y alcanza inclusive su perfección cuando es transfigurada y divinizada por la gracia y la gloria.

Así como el mérito sobrenatural de los bienes temporales presupone, como lo señalaba anteriormente el Doctor Angélico, “la primera gracia recibida”, igualmente la persona humana no sabría ser la causa moral y meritoria de su propia creación por Dios, sino solamente de la de los otros. Si puedo merecer para los otros, con un mérito de conveniencia, la gracia y la gloria, ¿por qué no podría merecer el don gratuito y primero de la creación y de la naturaleza? Si no importa que cualquier justo (inclusive no cristiano) pueda obtener por su intercesión este don de la naturaleza y de la existencia para los otros espíritus creados, con mayor razón la Virgen Madre de Dios la obtuvo participando en el sacrificio de su Hijo sobre la cruz. Al merecer nuestra divinización, mereció lo que menor y que la condiciona: nuestra creación a partir de la nada.

Esta causalidad moral y meritoria se nos manifiesta, incluida en el consentimiento creado a la voluntad creadora de Dios, tan magníficamente presentado por Aimé Forest. Citémosle con cierta amplitud: “Según el idealismo, el pensamiento no podría dar una significación última a las realidades que afirma. ¿Pero por qué no podríamos entrar profundamente en el absoluto de la afirmación siguiendo nuestra afirmación misma de criaturas? Si no tenemos que dominar al ser de manera que nos coloquemos respecto de él en una relación de prioridad ideal, nos queda corresponder a este absoluto mediante el consentimiento que le demos. La afirmación objetiva es ya liberación de la limitación propia al ser creado, agrega a nuestra naturaleza la verdad de lo que el espíritu posee; ella se termina cuando el acto que pone las cosas en el en si toma el valor de un consentimiento, es decir de una respuesta al acto por el cual Dios los crea”.

Es especialmente en esta dirección de un consentimiento a la creación que orienta el texto bíblico citado por Antonino -siguiendo una larga tradición, bien fundada, aplicándolo a la Virgen María-: Prov 8, 22 cuya continuación conduce naturalmente y lógicamente a la afirmación de una causalidad moral de María en la creación del mundo: “Cuando fundó los cielos, allí estaba yo; cuando puso una bóveda sobre la faz del abismo. Cuando daba consistencia al cielo en lo alto, cuando daba fuerza a las fuentes del abismo. Cuando fijo sus términos al mar para que las aguas no traspasasen sus linderos. Cuando echó los cimientos de la tierra. Estaba yo con Él como arquitecto, siendo siempre su delicia, solazándome ante Él en todo tiempo: Recreándome en el orbe de la tierra, siendo mis delicias los hijos de los hombres.” (Prov, 8, 27-31).

Son los mismos principios que guiarán, dos siglos después, al célebre cardenal de Lugo S.J., en su contemplación de las relaciones entre la Virgen y el universo:

Al igual que Dios, creando todo en su complacencia para su Cristo, hizo de Él el fin de las criaturas, así, guardando las proporciones, se puede decir que sacó de la nada el resto del mundo por amor a la Virgen-Madre, haciendo que ella sea justamente llamada, también, fin de todas las cosas...Se puede decir con la misma proporción que Dios creó el mundo para los elegidos y que de esta manera los elegidos son de alguna manera el fin por el cual el resto de las criaturas fue hecho.

En suma, si el universo fue creado para María, a su imagen, fue creada también a causa de ella: tanto como decir -con un teólogo moderno- que María “se vuelve secundariamente y en dependencia de su Hijo, la causa meritoria de todos los bienes,” no solamente de la gracia y de la gloria, sino también del ser y de la naturaleza.

Tal es la verdad que se esconde también en las especulaciones gnósticas y heterodoxas sobre la Magna Mater, como en los sacrificios erróneamente ofrecidos a la Virgen por las mujeres colyridianas, de los que nos habla san Epifanio. María no es la creadora del universo merecedora de un sacrificio, sino moralmente la procreadora, por su intercesión meritoria, de la creación del universo entero, físicamente independiente de ella. El universo pende en su existencia misma de las lágrimas de María al pie de la cruz, delante de su Hijo; ella es la Cordera inmolada con el Cordero desde el origen y la fundación del mundo. Esplendor de la oración inmaculada y procreadora de María y de los Ángeles, creados por causa de ella antes del hombre, pero con ella, por su oración, moralmenre procreadores del universo físico. ¿Si los hombres pueden ser, y son físicamente procreadores, por qué María, los Ángeles, los Santos, en pocas palabras, la Iglesia no lo serían moralmente?

De esta manera, surge una protología mariana que viene a completar a una escatología mariana: la intercesión procreadora es también la intercesión consumadora, la Orante obtiene con la Parusía de su Hijo resucitado la resurrección, por él, de todos sus elegidos, en la gloria. María no resucita a los hombres de manera física y directa, inmediata, sino mediatamente, moralmente, por sus súplicas, como anteriormente había cooperado moralmente a la resurrección de su Hijo y a la suya propia.

Incluso diríamos: Cristo, al resucitar a su Madre, la asoció activamente a esta manifestación suprema de su omnipotencia de Resucitado. El Hijo único y bien amado de Dios y de María, el que es la resurrección y la vida, confirió al alma beatificada de su Madre, el poder de obtener de Él la resurrección de los cuerpos mortales. Si otros santos pudieron (como los mismos Apóstoles: Tim 10, 8) la orden y la misión de resucitar a los muertos, no se ve porqué, de una manera general, todos los santos no estarían, en sus almas inmortales y libres, asociados activamente, por Cristo, al misterio de sus resurrecciones corporales en el fin de los tiempos, ni, a fortiori, por qué la Virgen no habría sido ella la primera asociada en su libertad creada y más sublimemente rescatada, al misterio de la resurrección privilegiada y anticipada de su cuerpo mortal, generador de la Vida eterna. Podemos decir, entonces, sobre el modo de la Asunción, que ella consistió en una libre, poderosa y gloriosa oración con miras a la reanimación de su cadáver incorruptible, bajo el actuar supremo del Espíritu vivificante. En este misterio, María no se nos muestra solamente pasiva, sino además, por el don de su Hijo y del Espíritu, activa, supremamente activa.

¿Por otro lado, no mereció, de alguna manera, por su muerte de puro amor, su propia resurrección como había, anteriormente, cooperado con la Encarnación del Verbo?, así como en Nazaret, y luego al pie de la cruz, a la regeneración espiritual de todos los hijos de Adán? La madre muriente y muerta de un Dios mortal y muriente mereció volverse la madre viviente y vivificante de todos los vivientes; la nueva Eva, no solamente durante su vida, sino también en el instante en que, llegado al límite de la caridad, su actuar se hizo supremamente meritorio, no solamente para ella, sino además para los otros:  es especialmente en el momento de su propia muerte de amor que María “se convirtió para nosotros, en el orden de la gracia, nuestra madre.” ¿San Juan Damasceno no insinúa que la muerte de María nos confiere la inmortalidad cuando le dice: “Tu cuerpo desapareció en la muerte, sin embargo haces brotar para nosotros las fuentes inagotables de la vida inmortal”.

Al merecer resucitar, bajo la acción del Espíritu, a imagen de su Hijo, (cf Jn 10, 18: tengo el poder de retomar la vida), María mereció, al mismo tiempo, el poder de rogar muy eficazmente por la resurrección de todos sus hijos al fin de los tiempos; Cristo no le negará, sin duda alguna, lo que concedió, en los tiempos de la Iglesia, a los apóstoles: es a través de la libertad creada y glorificada de su Madre que el Hijo de Dios resucitará, a pedido suyo, a todos los muertos; ¿no es esto lo que el Damasceno había intuido cuando escribía, pensando primero -pero tal vez no únicamente, en la eficacia última del consentimiento a la maternidad divina: “María es la fuente de toda resurrección”?

Se podría presentar, todavía, otra razón: la Asunción corporal y espiritual de María, al manifestar la aceptación divina del sacrificio (doble y único) de su compasión al pie de la cruz y de su muerte de amor, constituye la prenda divinamente concedida de la última resurrección gloriosa de todos los elegidos, fruto supremo de su compasión y de su muerte, como de la oración de intercesión,  que acompaña a ambos, en favor de este último despliegue de su maternidad espiritual: la glorificación física de todos sus hijos y hermanos en su único Hijo y Hermano; o también, si se prefiere, la prenda de la aceptación de esta oración. Gracias a ella, de una manera misteriosa, la maternidad espiritual será, el último día, indirectamente aunque realmente, física respecto de los cuerpos glorificados de los elegidos.

La Eucaristía se celebra en la Iglesia desde Pentecostés y continuará siendo celebrada hasta el día esta resurrección universal que tiene por prenda el cuerpo sacramental del Hijo de María. En cada misa, Cristo, su Madre y los Santos ofrecen por todos los hombres los méritos de sus muertes pasadas. El sacrificio eucarístico no es solamente el de Cristo, sino además el acto de toda la Iglesia, inclusive de la Iglesia celeste.

Hasta el fin del mundo, hasta la Parusía de Jesús y hasta la suya propia, desde Pentecostés, María ofrece su compasión y su muerte de amor (futura, luego pasada) en unión con la de Jesús, para la salvación del mundo entero. Ella ofrece sin cesar su triple consentimiento a la creación del universo, a la encarnación y a la muerte redentora de su Hijo (en tanto que ella incluye su propia muerte y también nuestras muertes), al Padre, en el Espíritu, con esta muerte, para nuestras resurrecciones gloriosas. Ella integra en esta ofrenda victoriosa la de sus comuniones terrestres de puro amor al cuerpo resucitado de su Hijo.

Ya son cerca de dos mil años que el Corazón inmaculado y resucitado de María ama con un doble amor, espiritual y sensible, a todos los corazones maculados y mortales de los miembros de la Iglesia, que ofrece sin cesar al Padre, junto al Corazón de su Hijo, en el sacrificio eucarístico de la Iglesia, de la que es miembro por excelencia, el ,miembro eminente y supereminente. María ofrece sin cesar, en cada misa, desde su Asunción, su muerte de amor como una súplica por nuestra muerte, con el fin de que esta sea también, gracias a su presencia maternal, una muerte de amor y de puro amor, pero igualmente para nuestra resurrección gloriosa, para que cada uno de nosotros resucite, bajo el soplo del Espíritu vivificante, en el último día.

Esto es todo lo que nos parece oscuramente implicado en la fe de la Iglesia y en su mención de la Virgen Inmaculada, Madre de Dios, cada vez que la oración eucarística es celebrada, desde hace más de quince siglos. La presencia litúrgica de María es la presencia activa y real, en cada renovación de la Cena del Señor, de la oblación amante de su muerte y de su libre albedrío, mediante el cual cooperó moralmente a su propia resurrección, con miras a la resurrección física y gloriosa de todos sus hijos.

La mención de María en las plegarias eucarísticas significa sensiblemente una convicción de la Iglesia: es el seno del glorioso esplendor del misterio de su asunción, es en la visión inmutable del Padre y del Hijo que María está activamente presente en la liturgia de la Iglesia terrestre.

Es viendo frente a frente la decisión creadora de la Trinidad respecto del universo  que María, al consentir con él en la adoración, coopera al punto de merecerla en unión con su Hijo encarnado. Si los Ángeles pudieron - y tal es explícitamente el pensamiento de santo Tomás - colaborar en el génesis del hombre, y si están llamados a cooperar más tarde en su gloriosa resurrección ¡cuánto más es evidente que María, inserta (a diferencia de ellos) en la unión hipostática, pudo cooperar no físicamente, sino moralmente, por su intercesión, a la creación y a la culminación del universo  así como a su constante conservación entre ambos extremos. Volveremos a este punto en nuestras conclusiones.

En dos pasajes, la Escritura ofrece a semejantes vistas un fundamento alejado al mostrarnos a un Dios que revela a sus amigos, los profetas, sus proyectos (cf Amos 3, 7), un Dios que “espera” el consentimiento de María para encarnarse como para operar el milagro de Caná con miras a la nueva creación, a saber la Iglesia eucarística.

Conclusión.

Los principios fundamentales de la mariología incitana los teólogos a contemplar y expresar la amplitud histórica y cósmica de l maternidad espiritual
de la Madre de Dios.

No podemos ocultar la probable reacción de muchos de nuestros lectores. Sin duda pueden pensar que hemos sugerido aquí, a propósito de la causalidad moral y meritoria de María frente al universo físico, angélico y humano, un hipótesis bella, no contraria a la ortodoxia doctrinal, ciertamente, pero sien embargo insuficientemente probada. En suma, ¡se trataría de opiniones inofensivas, pero extravagantes!

Querríamos responder anteladamente a esta objeción. Porque nos parece desconocer el alcance concreto de los principios fundamentales de la mariología elaborados por diferentes escuelas teológicas y canonizadas por el Magisterio de la Iglesia.

Si se admite el principio de similitud, según el cual “todo don de gracia concedida a una pura criatura fue concedido a la Virgen”, sería un error que se negara un intercesión eficaz de María compasiva, unida a su Hijo crucificado, en favor de la creación, al servicio de los elegidos, del universo físico y de su conservación. En efecto, si los Ángeles pudieron preparar - el término es de santo Tomás- con Dios el génesis y la consumación final de la persona humana en la gloria de su resurrección corporal, no se ve  el porqué no ha de reconocerse que la intercesión de la Madre del Dios-Mesías estaría acompañada de un don de gracia análogo e inclusive superior, no sin efecto retroactivo.

Del mismo modo, si María, por su oración pudo obtener la encarnación y la resurrección corporal del Hijo de Dios, ¿cómo negar que sus súplicas hayan podido obtener dones objetivamente menores (creación, conservación y resurrección)?

Pero este principio de similitud no se entiende sino sobre el panorama del un principio más fundamental, el de la eminente singularidad de María como Madre de Dios.

Pío XII hizo suya la expresión que Suárez dio a este principio, precisamente al momento en que se definía dogmáticamente la Asunción: “los misterios de gracia que Dios operó en la Virgen no pueden ser medidos a partir de leyes ordinarias, sino en función de la omnipotencia divina, una vez supuesta la conveniencia de la cosa y la ausencia de toda contradicción o repugnancia en las Escrituras”.

Ahora bien, es claro que Dios podía crear el mundo en consideración a los méritos y a la intercesión (en ese sentido) de la Virgen unida a su Hijo: semejante afirmación no implica ninguna contradicción; significa que Dios inspiró a María una súplica de este género.

No implica, tampoco, ninguna repugnancia frente a los datos de la Escritura: inclusive está en perfecta armonía con ellos, como lo hemos insinuado líneas arriba a propósito de las Bodas de Caná.  Incluso hay que considerarla como implícitamente contenida en el ministerio y el don de la maternidad divina.

Por otro lado, así como lo habíamos dicho con anterioridad, este misterio de gracia que constituía la “procreación moral” del universo por los Ángeles, los Santos y María, permanecería, a causa de la caridad incomparablemente más grande que era la de María, un privilegio para ella respecto de ellos.

Potuit, decuit, fecit: este principio tradicional en la mariología del segundo milenio se manifiesta plenamente cuando se trata de afirmar que María, por su meritoria intercesión de Madre y de Cordera de Dios ejerció, incomprarablemente más que los Ángeles y los Santos, un ministerio decisivo en favor de la creación, la consumación y la consumación del universo.

En suma, este ministerio, al menos de manera alejada, implicado desde el principio de la asociación privilegiada de María, nueva Eva, en la obra salvífica del nuevo Adán, principio igualmente inculcado fuertemente por Pío XII en la bula de defininición de la Asunción.

Ahora bien, no deja de ser interesante que el Cardenal Bea, cuyo importante rol en la prepararación de la bula es bien conocido, enseñaba que este principio de asociación privilegiada de María a Cristo Salvador era parte integrante del sentido literal del “protoevangelio” (Gén 3, 15).

Hoy día se reconoce, en general, que la historia de la salvación comienza con la creación. Se puede, entonces, admitir, a la luz de los principios recordados aquí, que el rol intercesor y meritorio de María en la creación del universo estaba ya implícitamente afirmada en el protoevangelio. La Sabiduría de Dios quiso que la Virgen, incapaz de crear el mundo, inclusive a título de instrumento, coopere con la creación por su intercesión, suscitada en ella por el Soplo del Espíritu divino. A partir del Génesis, la mujer prometida era inseparablemente Mater Mesiæ, Mater hominum et Mater mundi.

Se puede comprender de muchas maneras distintas la intercesión meritoria de la Virgen Inmaculada en favor de la creación del mundo.

Se puede pensar, primeramente, que el Espíritu Santo, al conferir a María, a partir de su Inmaculada Concepción, una ciencia excepcional infusa, con miras al cumplimiento de su misión corredentora (según el pensamiento de Suárez), le inspiró una oración en favor de la creación, primer gesto de la historia de la salvación.

Se puede estimar, también, que además María oraba implícitamente por la creación del universo distinto de ella misma, al pedir la Encarnación que la presuponía.

Finalmente, también se puede admitir que al entrar de manera permanente en la visión beatífica por el misterio de su Asunción gloriosa, viendo sin cesar, frente a frente a Dios eterno que hace brotar el universo de la nada para la gloria de su Hijo y de su Espíritu, y al consentir sin cesar en la adoración de este gesto  creador poniendo el universo en el ser, María intercede, así, de manera ininterrumpida en favor de la creación continua del universo, ofreciendo los méritos pasados de su  consentimiento a la Encarnación redentora y a la pasión de su Hijo, así como de su muerte de amor, a esta intención.

Ninguna de estas tres maneras de comprender la “intercesión procreadora” de María,  contradice las otras dos ni tampoco la razón. Las tres, tomadas en conjunto o separadamente, nos parecen manar de una sana aplicación, en la perspectiva de una historia de la salvación considerada en sus implicaciones cósmicas, de los principios fundamentales de la mariología, en tanto que subrayan la trascendencia respecto de otros elegidos de Dios, su similitud privilegiada respecto de Cristo, su Hijo, exigiendo que se reconozca que Dios le ha conferido todos los dones en armonía con su elevación a la maternidad divina y con la misión que de ella se deriva.

A la luz de estos principios, contenidos implícitamente en la Escritura, afirmados por los Padres pre-nicenos por medio de la afirmación (bíblica) de la asociación privilegiada de la nueva Eva con el nuevo Adán, explicitadas por el Magisterio de la Iglesia no está impedido pensar que la intercesión procreadora de la Inmaculada está contenida en el depósito de la Revelación.

Presentando esta profundización grandiosa del campo de expansión de la maternidad espiritual de María, no se puede más que desear ver a la Iglesia Escrutar cada vez más este misterio. Semejante contemplación estaría favorecida por una definición, inclusive mucho más modesta por su objeto, de esta verdad tan bella y tan consoladora: la maternidad espiritual de María, a la vez pasada, presente y futura. Retomemos con nuevos matices nuestras afirmaciones anteriores.

En el pasado de su vida terrestre, María obtuvo para nosotros la vida sobrenatural y divina de la gracia al engendrar a su hijo según la carne con miras a nuestra salvación, y al consentir con su muerte redentora en nuestro favor.

Esta vida divina, nos la confiere sin cesar en el presente, por su intercesión apoyada en sus méritos pasados.

A la hora de la muerte, por los méritos supremos de sus comuniones y de su muerte de amor, María obtiene, con la Indulgencia plenaria del artículo de muerte, la entrada inmediata en la visión beatífica de su hijo y de ella misma, esperando obtener para cada uno de sus hijos divinizados la resurrección corporal.

De esta manera nuestra total glorificación espiritual y corporal será el punto culminante en nuestra relación de filiación espiritual y respecto de la Iglesia, a través de la cual María actúa sin cesar, y respecto de María, Madre de la Iglesia.

Apéndice.

El sentido mariano de los textos sapienciales.

Hemos aludido a lo largo del texto y de sus notas, la larga tradición de exégesis eclesial y espiritual que aplica a la Virgen y a su rol en los designios de Dios predestinador como en la historia de la salvación (incluyendo la creación de la naturaleza) los textos veterotestamentarios relativos a la Sabiduría: Prov 8,22-30;  Eclo 24, 5-31; Sab 7, 26-27.

Numerosos exegetas, antiguos y modernos, han hablado de acomodación litúrgicica de aplicación mariana legítima de textos en los que el sentido literal (en el autor humano) o incluso el sentido espiritual querido por el Revelador no había tomado en cuenta a la Virgen María. Después de Canisius y Corneille de la Pierre, dos autores trataron el asunto con más amplitud: M. J. Scheeben y R, M. de la Broise, ambos en la segunda mitad del siglo XIX. Sus diversas consideraciones han arrojado una viva luz sobre el asunto. Conservan una larga actualidad si siempre se les sitúa en el contexto de los principios exegéticos presentados, ex professo, por las constituciones dogmáticas del Concilio Vaticano II, Dei Verbum y Lumen Gentium. No nos proponemos retomar brevemente el tema del alcance mariano en la Revelación divina, es decir, en la intención misma del Revelador tal como sea conocible y reconocible por nosotros, de los textos sapienciales, relativos, a título dependiente y secundario, en un sentido consecuente pero real, a la Virgen María. Si se puede citar trabajos más recientes de exegetas o de autores católicos sobre este asunto,ninguno me parece posterior a los grandes textos del Concilio Vaticano II.

Ahora bien, este Concilio planteó tres principios fundamentales que valen también para lo que tratamos:

1. Para ver claramente lo que Dios mismo ha querido comunicarnos, el exegeta debe, a través del estudio de los “géneros literarios” investigar lo que el hagiógrafo inspirado, ha querido decir, en el contexto cultural de su tiempo.

2. Pero “puesto que la Santa Escritura debe ser leída e interpretada a la luz del mismo Espíritu que la hizo redactar”, sólo es necesario, para descubrir exactamente el sentido de los textos sagrados, poner una mínima atención “al contenido y a la unidad de toda la Escritura (contentum et unitatem totius Scripturæ)  teniendo en consideración a la Tradición viva de toda la Iglesia y a la analogía de la fe”.

3. “Los libros del Antiguo Testamento, integralmente retomados en el mensaje evangélico, alcanzan y muestran su completa significación en el Nuevo Testamento al que aportan, en retorno, luz y explicación”, “el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, el Antiguo desvelado en el Nuevo;” “los libros del Antiguo Testamento, leídos en la Iglesia y comprendidos a la luz de la Revelación posterior y completa hacen aparecer progresivamente en una más perfecta claridad la figura de la mujer, Madre del Redentor”.

Vaticano II aplica estos principios explícitamente a muchos textos del Antiguo Testamento (Gén 3, 15; Mi 5,2;  Is 7, 14; la Hija de Sión) en los que el Concilio ve la figura de María significada por Dios mismo. NO cita los textos sapienciales enumerados al comienzo de este apéndice.

Nos parece, sin embargo, que se podría aplicar también a estos textos sapienciales los mismos principios con la ayuda de un razonamiento un poco más elaborado. Lo encontramos en Scheeben, de La Broise, Brouyer, Catta.

Citemos al primero:

La sabiduría está colocada al comienzo de todas las vías del Señor, como la primera nacida de la creación entera; en virtud de su origen primero y supremo, ella es la imagen del parecido, la compañía y la ayuda más perfecta de Dios. es de manera eminente la hija de Dios, es decir, a la vez su hija y su esposa, una bajo la forma de la otra, como tal es, frente al mundo, la reina de todos los seres, la madre de la vida y de la luz.
...La Iglesia no estableció por una simple comparación la concordancia de los diversos trazos de nuestra lista con los privilegios de María, conocidos por otro lado. Sin ninguna duda ella, igualmente, ha concluído la unión íntima de María con la persona de la Sabiduría Encarnada que la descripción de esta debe aplicar a María todas las proporciones guardadas. Se puede, entonces, admitir que la aplicación de estos pasajes a María se encontró en las intenciones del Espíritu Santo... María y la Sabiduría Encarnada están unidas de tal manera que los privilegios de la Sabiduría corresponden a María.

En otros términos, Scheeben vincula los tres textos sapienciales ya evocados a la luz del Protoevangelio mismo, iluminado por el Nuevo Testamento; es la unidad de toda la Escritura que le permite comprender una intención divina en la aplicación de esos tres textos a María. Lo que llama en un momento dado “acomodación” releva en realidad, a sus ojos, del sentido literal pleno que tenía en miras no el autor humano e instrumental, sino el único Autor supremo y divino del conjunto de las escrituras, para retomar en otros términos los tres principios de Vaticano II mencionados aquí.

Sin embargo, Scheeben estaba consciente de una dificultad: “nuestros pasajes describen la Sabiduría... principalmente en su origen y su naturaleza supraterrestres”. Agrega justamente: “todas las partes de la descripción no se aplican a ;María de una manera igual”. La respuesta a la objeción recuerda principalmente que la Sabiduría, en nuestros pasajes, no está presentada como “fuera y por encima de toda relación con el mundo, sino como relaciones actuales con el mundo, existente y actuante al interior del mundo”. El Nuevo Testamento nos suministra una norma de interpretación: en Col 1, 17 ss. el Apóstol aplica la descripción de la Sabiduría eterna a Cristo, sabiduría encarnada. El principio de asociación y de conjunción de la nueva Eva con el nuevo Adán, “une a “la descripción de la Sabiduría bajo los trazos de una persona femenina que ejerce en el mundo una influencia parecida a la de la madre en la casa del padre”, nos ayudan a reconocer a María, “cuya ayuda maternal dio la naturaleza humana” de Cristo, en los textos sapienciales aplicables a una pura criatura.

Las transferencias de estos textos a María “la más alta personificación creada de la Sabiduría de Dios” es el efecto de la analogía de la fe que -nos dice el cardenal Bea - es una interpretación de un texto escriturario bajo la luz de la totalidad de la doctrina de la Iglesia, en materia de fe, y al interior de una atención alcanzada al contexto.

La aplicación material de los textos sapienciales aquí examinados, no es, pues, extrínseca sino intrínseca en el sentido pleno y total querido por Dios.

Una vez recordados estos preámbulos, podemos ahora intentar justificar la dependencia en el pensamiento divino del Creador increado, de la creación, de la conservación y de la consumación del mundo respecto de la intercesión meritoria de María inmaculada, la Asociada del Redentor.

Si la sabiduría aparece en los Santos Libros “como la auxiliar de Dios en la creación, en el cumplimiento del tiempo de su designio eterno” si “al principio mismo de la historia de la salvación se encuentra María, trono de la Sabiduría eterna” al punto que María es después de Cristo y antes que todos los otros elegidos, pero en dependencia de su Hijo, causa ejemplar y final de toda la creación, se puede admitir que el Creador quiso inspirar a María una meritoria oración de intercesión por la creación, la conservación y la consumación del universo distinto de ella, sin - sin embargo-  servirse de ella para poner el universo en el ser, arrancándolo de la nada. María no es, pues, la sabiduría creadora, sino la pura criatura cuya libertad dependiente participa en alguna manera en el Actuar creador, moralmente, intencionalmente y no sólo físicamente.

En suma, nos parece que al decir con Corneille de la Pierre (1567-1637) y en el contexto de los libros sapienciales, que “Cristo y la Virgen son la idea de la ejemplaridad a partir de la cual Dios creó y dispuso el orden de naturaleza de todo el universo”, estamos invitados a reconocer que su causalidad moral y meritoria de intercesores en el orden de la gracia se acompaña de una causalidad análoga pero distinta en el orden de la naturaleza. Si Cristo, como hombre, pudo merecer y obtener nuestra salvación por su oración sacrificial y si María pudo estar asociada a este mérito de manera dependiente, se puede decir, en honor y para la gloria del Cristo-Mediador y de María, que ellos también, de manera desigual obviamente, merecieron la creación. ¿El (o la) que mereció más, no mereció también lo menos que condiciona ese más? ¿No hay una afinidad entre causalidad ejemplar y final y final de una parte, causalidad moral y meritoria de la otra? ¿El (o la) que constituye el modelo, la razón de ser y el fin de otro, siendo un ser personal dotado de libertad y de una libertad capaz de dirigirse hacia la libertad infinita t todopoderosa, no presenta de una manera particular las condiciones queridas para obtener de esta Libertad infinita la posición en el ser de este otro ser del que es el modelo y el fin?
A la luz de la poderosa intercesión de María, tal como el Nuevo Testamento la presenta en Nazaret y en el Cenáculo, tan poderosa bajo el Soplo divino que, en medio de la analogía de la fe, la Iglesia vio ahí una causa moral y meritoria de las misiones visibles del Hijo y del Espíritu, ¿es absurdo o exagerado concluir retroactivamente que esta misma intercesión, eternamente vista y suscitada por Dios, había obtenido, primeramente, de él la creación por el Verbo y en el Espíritu de este mundo que sus misiones invisibles debían salvar?

¿No estamos en el caso de decir que muchos versículos de los textos sapienciales citados al comienzo de este apéndice “alcanzan y muestran una nueva y más completa significación” cuando son aplicados a María “a la luz de la Revelación posterior y completa del Nuevo Testamento”, para retomar los términos ya mencionados de Vaticano II? Pensamos especialmente en los versículos siguientes:

- “Cuando fundo los cielos, allí estaba yo... cuando fijó sus términos al mar, ....cuando echó los cimientos de la tierra, estaba yo con Él como arquitecto” (Prov 8, 27-30);

- “Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad...gobierna el universo para su bien” ( 7, 26. 30);

-”Yo salí de la boca del Altísimo, y como nube cubrí toda la tierra,. Yo habité en las alturas y mi trono fue columna de nube. (Eclo 24, 5-6).

Si en el pensamiento del Autor supremo y eterno de todas las escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento, la Sabiduría significa no solamente un atributo divino o el Verbo encarnado, sino, además, en dependencia de ellos, su Madre; estos diferentes versículos brillan con una luz nueva cuando se consiente a ver en ellos, también, una alusión al poder espiritualmente “procreador”, por modo de intercesión, de la que fue, por excelencia, la Virgen sabia (cf Mt 25, 8).

Traducido del francés por: José Gálvez Krüger
Director de la Revista Humanidades Studia Limensia.

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